¡No sé ni cuando! -porque el dolor suplantó a la razón-, pero te ausentaste para siempre. Ese día era tanta mi tristeza -maligna niebla espesa, que se podía rebanar como un hígado podrido-. Hasta que el tiempo -que todo lo resana- se la llevó, y en ese hueco quedó solo el recuerdo y una soportable nostalgia, que pronto entendí que para siempre cargaría. Fue una aflicción tan profunda la que me envolvió y vivió conmigo -¡tan cerca… tan cerca!-, que lo creí inhumano.
El rodar del calendario nos indica ahora que regresa tu recuerdo… ¡Y debe ser!, porque siento viva tu presencia. Este año ha sido de aflicciones, de sequías tan preocupantes que pensé evaporarían el agua de este mundo. Después, diluvios destructivos, huracanes que desbordan, inundan y arrastran a la muerte. Pero, finalmente, nuestros campos vistieron de verde y ahí floreció la promesa cierta de que no faltará nada en la despensa. Aunque persisten aluviones que, de repente, con ímpetu, descienden de las nubes; justo cuando se aproxima la fecha en que vendrás. Siento tu presencia en los vientos y cenizas que aquella gigantesca chimenea cercana exhala… ¡flamas y vapores que preocupan y alarman!… te fuiste hace ya tiempo. Pero ahora desciendes polvoso de lo alto, que los aires transportan. Como “harina” del inframundo, expulsada por las fuerzas originarias del planeta… ¡porque polvo somos y al polvo regresamos!..., con aquella tu partida -hace ya tiempo-, te “sembramos” como semilla, entre lagrimas y rezos; llevamos a inhumar tus restos físicos, pero entre nosotros se quedó por siempre tu recuerdo.
Allá en el camposanto, con tierra y pala, bajo un pequeño túmulo descansas. Una cruz recuerda tu estancia en las entrañas de la tierra -¡casa madre de todos nosotros!- para que nunca te olvidemos -imposible olvidarte, mientras la vida sea-. Aquella oquedad te recibió amorosa, y en pocos años tus restos se confundieron entre las capas del inframundo con los de millones que antes que tú se fueron -¡aves que hablan nuestro mismo idioma!-, de todos los que vivieron y murieron entre bosques y valles. Veta inmortal de restos humanos que ahora son riqueza mineral, pero “están” en los mantos subterráneos. Ellos, junto contigo -y tú con ellos-, han vagado entre ríos encendidos subterráneos en el fuego originario de la vida, entre océanos incandescentes, que este octubre/noviembre se asoman desde las profundidades hasta la cúspide del Popocatépetl.
Justo ahora que, entre flores, hojaldras y recuerdos, conmemoramos la visita de los que “existieron”, pero “ya no están”. Los que habitan en la memoria y cada año retornan desde aquellos parajes que sólo imaginamos -a los que llegaremos tarde o temprano-. La garganta gigante de “Don Goyo” acarrea, desde muy abajo, lo que después expulsa y los vientos dispersan sobre Puebla, Tlaxcala, Morelos y la gran Urbe. Cenizas que descienden despacio y visten de pardo los diarios escenarios. Gigantesca hoguera volcánica que atemoriza y preocupa. Gigante despierto que cavila sus vivencias sobre faldas cónicas de verde boscoso, y que corona su testa entre gigantescos penachos de humo y cenizas; vientos del sur que suben del pacifico y los esparcen a todos los confines. Humo y cenizas que emergen del vientre de la madre tierra y cubren mi cielo entre luces y sombras. Sus tremores mecen y estremecen.
Octubre y sus candelas, que desde ya varios años registran eventos que alarman. Y por estos días, nuestros amados ausentes nos visitan entre calaveritas de azúcar y fragancia de copal. Es bienvenida su emocionante presencia figurada que se siente en nuestros corazones -¡polvo eres y en polvo te convertirás, se nos dijo el primer miércoles de cuaresma!-. La ceniza volcánica de tu memoria ahora cubre campos y caminos. ¡Estás presente tú! -que no te fuiste para siempre-, hoy te recibimos gustosos, porque bajas de los cielos vivo, aunque trasmutado en los talleres de la madre tierra. Te conducirá “caminito” de flores y te espera guiso preferido; te rezamos y aún lloramos.
Abrimos nuestro corazón en brazos y con las palmas de las manos levantadas a los cielos, acariciamos la emoción de quien franquea las puertas de su casa para recibir a una visita tan ansiada -que en realidad nunca se ha ido-, ¡nunca te irás porque entre nosotros vives!, sigues respirando entre los muros de mi casa. ¡Pero ven! … siéntate a la mesa, degusta con nosotros los tlacotonales y pesuñas que para ti amasamos. Vienes de un larguísimo viaje, vertebraste en los subsuelos, venciste filones pétreos hasta sumarte a la gran corriente que escupe “el espejo humeante”.
Después de tu partida, contigo vivió mi pensamiento mucho tiempo. Imaginaba encontrarte en la sonrisa de aquellos a los que el amor hace felices. Mi soledad te invocaba, creyendo que tú me escucharías, pero nunca tu voz yo percibí. Ahora imagino tu presencia en el polvo volcánico que suavemente cubre a los pétalos de cempasúchil recién cortados de los campos; en ellos te adivino. Por eso, con devoción te abrazo; te deposito en la mesa/altar de mantel bordado, entre camotes y calabazas endulzadas. Procuro mantenerte en la frescura del agua que vitaliza tus tallos. ¡Pero hoy estás conmigo!, mis ojos envejecieron de llorarte y mis congojas reviven porque ahora ¡tú estás conmigo y yo contigo!, y porque nunca, mientras viva, voy a olvidarte. ¡Eres el único recuerdo que llega con el viento, pero que el viento no se lleva!...
Posdata: ¡Ya los niños alistan su alegría para salir a las calles a pedir “calaverita”; por miles desfilarán! Los recuerdos florecerán. ¡Hoy estás más vivo que nunca, aunque hace mucho tiempo te marchaste!