/ viernes 18 de octubre de 2024

Hojas de papel | ¡No quiero leer!

De pronto me espeta: “¡Yo no he leído ningún libro por mi propio gusto; no quiero; no me gusta; no me hace falta!”.

Mi amigo y yo quedamos para tomar un café y platicar. La cita era en la cafetería de la Librería Gandhi de Coyoacán; la vieja librería que contaba con un lugar muy cómodo en una especie de tapanco, al que se llegaba por una escalera desde la que se veía aquella nave enorme con libros por todos lados, todo lo que cubría nuestra mirada estaba llena de libros-libros-libros: Una maravilla.

El restaurante ofrecía un buen café, un buen pastel de chocolate y muy cómodo en su silencio, a pesar de la gran cantidad de asiduos al lugar.

No nos habíamos visto en mucho tiempo, era una especie de amistad cordial y añeja, pero por desgracia ausente ya tiempo atrás. Es que él se había ido, con su esposa e hijos, a vivir al extranjero en su ocupación como ingeniero arquitecto.

Sin embargo, cuando me llamó y me dijo que estaba en México me dio gusto. Hacía años éramos asiduos a La Casa del Lago, en Chapultepec; platicábamos mucho. ¿De qué? De sus estudios, de su vida, de sus problemas. Y a la inversa los míos. Por mi parte iba ahí por ver las obras que ponían cada domingo en el pequeño teatro aquel, en el que vi a autores mexicanos y a los clásicos del Siglo de Oro español.

Foto: Diego Simón Sánchez / Cuartoscuro.com

Él iba porque le gustaba el ajedrez y ahí había una buena cantidad de ajedrecistas siempre ensimismados y muy dispuestos a dar la batalla en un juego de estrategias, de concentración, avidez, inteligencia y reflexión.

Al paso compré algunos libros para mí. Y, para saludarlo, compré un libro: “El olvido que seremos”, del colombiano Héctor Abad Faciolince. Un libro que me impactó cuando lo leí y que, pensé, le gustaría leerlo a él.

Nos encontramos y nos dimos un abrazo cordial. Nos miramos con alegría y al mismo tiempo con miles de preguntas de cada uno: ¿Cómo estás? ¿Cómo te ha ido? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Qué tal tu familia? ¿Qué haces ahora? ¿Has viajado reciente?... tanto, de un lado y otro.

Pedimos algo y hubo respuestas alegres, felices; dos amigos que nos encontrábamos después de mucho. Todo iba bien hasta que le entregué el libro. “Mira, te traje este libro, seguro te va a gustar”…

Gracias, no te hubieras molestado. De hecho ya sabes que no me gusta leer, no siento la necesidad… No me hace falta…

En parte me sentí algo ofendido porque al decir aquello era como rechazar mi obsequio, pero también porque volvíamos a las viejas discusiones de leer o no leer. O leer ¿para qué? O menos utilitario: ¿Leer, por qué?

Y argumenté la importancia de la lectura como forjadora del pensamiento universal, del sentido de libertad, de la forja de un mundo mejor a pesar del ser humano y sus cualidades o defectos; pero también porque la grandeza de ser humano está plasmada en muchos libros que nos involucran en mundos “impávidos y gentiles, como pompas de jabón”.

Porque propicia a la imaginación… “la imaginación, la loca de la casa”… Y porque leer enriquece el alma, el conocimiento, las entendederas… Ya se sabe: "Los libros que tienen la palabra".

El me escuchó respetuoso, pero luego argumentó: Mira, la verdad es que he vivido sin leer un libro por mi propia voluntad y no me ha hecho falta; he vivido bien, y feliz.

No necesito leer para encontrar mundos que no me corresponden, mundos que no son los míos y que no tienen sentido para mí más allá de que ahí están y a muchos les gusta leer, a mí no.

Contundente en sus afirmaciones me hizo reflexionar en la gravedad del tema. Sí. La humanidad surgió sin escribir y sin leer. Durante siglos no fue necesario para millones de seres humanos que deambulaban por el mundo buscando la forma de subsistencia y la forma de reproducirse. ¿Conocían el concepto de felicidad? ¿De alegría? ¿De tristeza?... Muy probablemente sí, pero no lo aprendieron a la lectura, simple y sencillamente lo vivían.

Foto: PIxabay

Los dibujos rupestres son una forma de escritura. Y es una forma de lectura tratar de interpretar lo que quisieron decir aquellos seres que, a su modo, eran el artista o el intelectual de aquellos primerísimos días de la humanidad: aquel o aquellos que hicieron estos dibujos quisieron decirle a otros lo que habían visto y lo que sintieron al verlo… Fue su huella y fue la herencia para el futuro humano.

Poco a poco cada cultura fue construyendo su particularidad lingüística y su forma de escritura. Así se crearon los primeros vestigios que buscaban intérpretes que es lo mismo que lectores. Porque un lector interpreta lo que otro nos dice y nos inyecta en la vida y en la maceta.

Pero una vez que a Gutenberg se le prendió el foco e inventó la imprenta, la humanidad dio un salto fenomenal. Poco a poco, como por goteo fueron llegando los libros a cada vez más lectores. Al principio casi siempre en espacios religiosos, luego salieron a la calle, luego se acumularon obras, libros, autores y creaciones…

Así que los humanos ya podían leer. Pero antes tenían que aprender a hacerlo. Y no era fácil porque la enseñanza de los alfabetos era, asimismo, privilegio de unos cuantos, por siglos. El ejemplo más claro es el de México. Todavía a principios del siglo XX el analfabetismo predominaba entre la gran población mexicana.

Foto: Pixabay

A lo largo del siglo XX muchos aprendieron a leer y escribir. Lo hacen con la mano en la cintura. Muchos leen lo que les atañe. Lo de lo inmediato y cercano. Y hasta ahí se quedan. Olvidan que la lectura de obras de distinta disciplina, a lo largo de la vida, engrandece el conocimiento, lo incrementan, le dan sabor y hondura. Nos hace humanos, más humanos en el sentido universal y positivo.

En México se lee, pero no se lee. En muchísimos casos la gente lee lo que es indispensable y útil para la vida cotidiana. Pero no leen un libro, no se apresuran a ahondar en el saber humano, en la reflexión del ser o no ser, en los grados de intensidad del pensamiento en una obra literaria, en su belleza, en su hondura, en su magnificencia. No disfrutan leer. Sufren leer. Triste vida.

Los programas educativos de México no han sido capaces de generar multitudes de lectores, y que éstos comprendan lo que leen.

Si, por siglos la humanidad no leyó. Pero hoy, quienes no leen, pierden la oportunidad de ser parte del mundo y del universo en su sentido de grandiosidad; se quedan a orillas de la inteligencia, de la grandeza del ser humano, de la excelsitud del pensamiento y, puestos en lo práctico, pierden la oportunidad de engrandecerse para entender con más hondura al universo, a su mundo, a su espacio vital, a su gente, a sus seres amados y amarlos con más intensidad…y saberse amado, con más intensidad.

La lectura nos hace libres. La lectura nos hace felices o infelices y nos enseña a soportar con múltiple fuerza los avatares de la vida. La interpretación de los hechos adquiere nuevas dimensiones, con más horizonte y con más altura.

Se es más feliz, sí, porque se entiende al mundo desde mil perspectivas en una sola vista y ya no existe esa ceguera por la que nada se ve y nada pasa, nada se entiende y nada ocurre.

La insensibilidad es producto de la falta de lectura del hecho humano, del ser humano, del pensamiento sutil y arte. Eso es. Millones de seres humanos en el mundo que no saben leer quisieran saber hacerlo, para entenderse, y para entender su mundo, lo que pasa y lo que ocurre.

Foto: Edgar Negrete Lira / Cuartoscuro.com

Millones han perdido la oportunidad de saber quién es Don Quijote, Pedro Páramo, Hamlet, Sor Juana, Federico García Lorca, Roberto Bolaño, Carlos Fuentes, Josefina Vicens, José Emilio Pacheco… Y miles de seres humanos que nos dicen cuánto nos quieren y cuanto nos tienen que decir, palabra a palabra… Una sola frase es suficiente para encontrar el camino de la vida feliz…

Y se es feliz cuando se encuentra la luz en cada línea, en cada párrafo, en cada construcción gramatical que es arte y es ensueño y es la muestra de la capacidad humana para decir, pensar, reflexionar y poner bellezas en el entendimiento…

Y es que…. “¡Siiiii! ¡Ya entendí!” –me dice mi amigo- ya, está bien. Prometo leer este libro que me regalas y leer y leer para poder decirle a mi amigo, a ti, que te quiero un chingo, como a un hermano. Lo aprendí en aquel libro que me regalaste y que no te acuerdas: “Dersu Uzala” de Arséniev, el de la gran amistad, la inquebrantable, sin traiciones ni mentiras ni manipulaciones. Y seguimos nuestra charla… ¿Te acuerdas de tu novia aquella…?

De pronto me espeta: “¡Yo no he leído ningún libro por mi propio gusto; no quiero; no me gusta; no me hace falta!”.

Mi amigo y yo quedamos para tomar un café y platicar. La cita era en la cafetería de la Librería Gandhi de Coyoacán; la vieja librería que contaba con un lugar muy cómodo en una especie de tapanco, al que se llegaba por una escalera desde la que se veía aquella nave enorme con libros por todos lados, todo lo que cubría nuestra mirada estaba llena de libros-libros-libros: Una maravilla.

El restaurante ofrecía un buen café, un buen pastel de chocolate y muy cómodo en su silencio, a pesar de la gran cantidad de asiduos al lugar.

No nos habíamos visto en mucho tiempo, era una especie de amistad cordial y añeja, pero por desgracia ausente ya tiempo atrás. Es que él se había ido, con su esposa e hijos, a vivir al extranjero en su ocupación como ingeniero arquitecto.

Sin embargo, cuando me llamó y me dijo que estaba en México me dio gusto. Hacía años éramos asiduos a La Casa del Lago, en Chapultepec; platicábamos mucho. ¿De qué? De sus estudios, de su vida, de sus problemas. Y a la inversa los míos. Por mi parte iba ahí por ver las obras que ponían cada domingo en el pequeño teatro aquel, en el que vi a autores mexicanos y a los clásicos del Siglo de Oro español.

Foto: Diego Simón Sánchez / Cuartoscuro.com

Él iba porque le gustaba el ajedrez y ahí había una buena cantidad de ajedrecistas siempre ensimismados y muy dispuestos a dar la batalla en un juego de estrategias, de concentración, avidez, inteligencia y reflexión.

Al paso compré algunos libros para mí. Y, para saludarlo, compré un libro: “El olvido que seremos”, del colombiano Héctor Abad Faciolince. Un libro que me impactó cuando lo leí y que, pensé, le gustaría leerlo a él.

Nos encontramos y nos dimos un abrazo cordial. Nos miramos con alegría y al mismo tiempo con miles de preguntas de cada uno: ¿Cómo estás? ¿Cómo te ha ido? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Qué tal tu familia? ¿Qué haces ahora? ¿Has viajado reciente?... tanto, de un lado y otro.

Pedimos algo y hubo respuestas alegres, felices; dos amigos que nos encontrábamos después de mucho. Todo iba bien hasta que le entregué el libro. “Mira, te traje este libro, seguro te va a gustar”…

Gracias, no te hubieras molestado. De hecho ya sabes que no me gusta leer, no siento la necesidad… No me hace falta…

En parte me sentí algo ofendido porque al decir aquello era como rechazar mi obsequio, pero también porque volvíamos a las viejas discusiones de leer o no leer. O leer ¿para qué? O menos utilitario: ¿Leer, por qué?

Y argumenté la importancia de la lectura como forjadora del pensamiento universal, del sentido de libertad, de la forja de un mundo mejor a pesar del ser humano y sus cualidades o defectos; pero también porque la grandeza de ser humano está plasmada en muchos libros que nos involucran en mundos “impávidos y gentiles, como pompas de jabón”.

Porque propicia a la imaginación… “la imaginación, la loca de la casa”… Y porque leer enriquece el alma, el conocimiento, las entendederas… Ya se sabe: "Los libros que tienen la palabra".

El me escuchó respetuoso, pero luego argumentó: Mira, la verdad es que he vivido sin leer un libro por mi propia voluntad y no me ha hecho falta; he vivido bien, y feliz.

No necesito leer para encontrar mundos que no me corresponden, mundos que no son los míos y que no tienen sentido para mí más allá de que ahí están y a muchos les gusta leer, a mí no.

Contundente en sus afirmaciones me hizo reflexionar en la gravedad del tema. Sí. La humanidad surgió sin escribir y sin leer. Durante siglos no fue necesario para millones de seres humanos que deambulaban por el mundo buscando la forma de subsistencia y la forma de reproducirse. ¿Conocían el concepto de felicidad? ¿De alegría? ¿De tristeza?... Muy probablemente sí, pero no lo aprendieron a la lectura, simple y sencillamente lo vivían.

Foto: PIxabay

Los dibujos rupestres son una forma de escritura. Y es una forma de lectura tratar de interpretar lo que quisieron decir aquellos seres que, a su modo, eran el artista o el intelectual de aquellos primerísimos días de la humanidad: aquel o aquellos que hicieron estos dibujos quisieron decirle a otros lo que habían visto y lo que sintieron al verlo… Fue su huella y fue la herencia para el futuro humano.

Poco a poco cada cultura fue construyendo su particularidad lingüística y su forma de escritura. Así se crearon los primeros vestigios que buscaban intérpretes que es lo mismo que lectores. Porque un lector interpreta lo que otro nos dice y nos inyecta en la vida y en la maceta.

Pero una vez que a Gutenberg se le prendió el foco e inventó la imprenta, la humanidad dio un salto fenomenal. Poco a poco, como por goteo fueron llegando los libros a cada vez más lectores. Al principio casi siempre en espacios religiosos, luego salieron a la calle, luego se acumularon obras, libros, autores y creaciones…

Así que los humanos ya podían leer. Pero antes tenían que aprender a hacerlo. Y no era fácil porque la enseñanza de los alfabetos era, asimismo, privilegio de unos cuantos, por siglos. El ejemplo más claro es el de México. Todavía a principios del siglo XX el analfabetismo predominaba entre la gran población mexicana.

Foto: Pixabay

A lo largo del siglo XX muchos aprendieron a leer y escribir. Lo hacen con la mano en la cintura. Muchos leen lo que les atañe. Lo de lo inmediato y cercano. Y hasta ahí se quedan. Olvidan que la lectura de obras de distinta disciplina, a lo largo de la vida, engrandece el conocimiento, lo incrementan, le dan sabor y hondura. Nos hace humanos, más humanos en el sentido universal y positivo.

En México se lee, pero no se lee. En muchísimos casos la gente lee lo que es indispensable y útil para la vida cotidiana. Pero no leen un libro, no se apresuran a ahondar en el saber humano, en la reflexión del ser o no ser, en los grados de intensidad del pensamiento en una obra literaria, en su belleza, en su hondura, en su magnificencia. No disfrutan leer. Sufren leer. Triste vida.

Los programas educativos de México no han sido capaces de generar multitudes de lectores, y que éstos comprendan lo que leen.

Si, por siglos la humanidad no leyó. Pero hoy, quienes no leen, pierden la oportunidad de ser parte del mundo y del universo en su sentido de grandiosidad; se quedan a orillas de la inteligencia, de la grandeza del ser humano, de la excelsitud del pensamiento y, puestos en lo práctico, pierden la oportunidad de engrandecerse para entender con más hondura al universo, a su mundo, a su espacio vital, a su gente, a sus seres amados y amarlos con más intensidad…y saberse amado, con más intensidad.

La lectura nos hace libres. La lectura nos hace felices o infelices y nos enseña a soportar con múltiple fuerza los avatares de la vida. La interpretación de los hechos adquiere nuevas dimensiones, con más horizonte y con más altura.

Se es más feliz, sí, porque se entiende al mundo desde mil perspectivas en una sola vista y ya no existe esa ceguera por la que nada se ve y nada pasa, nada se entiende y nada ocurre.

La insensibilidad es producto de la falta de lectura del hecho humano, del ser humano, del pensamiento sutil y arte. Eso es. Millones de seres humanos en el mundo que no saben leer quisieran saber hacerlo, para entenderse, y para entender su mundo, lo que pasa y lo que ocurre.

Foto: Edgar Negrete Lira / Cuartoscuro.com

Millones han perdido la oportunidad de saber quién es Don Quijote, Pedro Páramo, Hamlet, Sor Juana, Federico García Lorca, Roberto Bolaño, Carlos Fuentes, Josefina Vicens, José Emilio Pacheco… Y miles de seres humanos que nos dicen cuánto nos quieren y cuanto nos tienen que decir, palabra a palabra… Una sola frase es suficiente para encontrar el camino de la vida feliz…

Y se es feliz cuando se encuentra la luz en cada línea, en cada párrafo, en cada construcción gramatical que es arte y es ensueño y es la muestra de la capacidad humana para decir, pensar, reflexionar y poner bellezas en el entendimiento…

Y es que…. “¡Siiiii! ¡Ya entendí!” –me dice mi amigo- ya, está bien. Prometo leer este libro que me regalas y leer y leer para poder decirle a mi amigo, a ti, que te quiero un chingo, como a un hermano. Lo aprendí en aquel libro que me regalaste y que no te acuerdas: “Dersu Uzala” de Arséniev, el de la gran amistad, la inquebrantable, sin traiciones ni mentiras ni manipulaciones. Y seguimos nuestra charla… ¿Te acuerdas de tu novia aquella…?

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