Las posiciones maniqueas en el análisis político ofuscan e impiden reconocer matices, otras variables y argumentos coherentes que pueden explicar —más allá de las explicaciones asumidas por razones ideológicas y políticas— convincentemente determinado suceso o hecho.
Justo en esta condición está el caso de los resultados electorales en Venezuela. Al respecto, hay más consigna que explicación. Algunos análisis señalan la construcción y sostenimiento de un régimen autoritario sostenido por las élites militares que impiden elecciones libres y competencia política; en el otro extremo, sugieren que la oposición política venezolana tiene una posición golpista que pondría en riesgo la estabilidad y soberanía de Venezuela ante la presunción de intervencionismo por parte de algunas potencias globales. En ambas posiciones se esconde un dejo de verdad y mentira paralelas. Es el resultado de la ofuscación imperante.
Sin embargo, el análisis político serio debería comenzar advirtiendo que el régimen venezolano actual —en efecto— responde más a un modelo de autocracia que a una democracia; aunque no ha perdido del todo el apoyo popular y su base social. Además, los resultados gubernamentales han originado que el apoyo popular sea disminuya y por tanto el resultado, presentado por el Consejo Nacional Electoral, carezca de confianza y legitimidad plenas. El análisis también debiera advertir que la posibilidad de ruptura política incrementa la probabilidad de conflicto social, sobre todo por la intervención evidente de otros países. La salida, como lo indicaron el posicionamiento conjunto de los gobiernos de Brasil, Colombia y México, debe ser una salida negociada que privilegie la estabilidad social del país.
Sin embargo, ahí en el maniqueísmo político, casi de manera inadvertida, transcurre la vida política venezolana que afecta las posibilidades de desarrollo y la esperanza de la sociedad de Venezuela. El caso se acrecienta en complejidad por la actitud de Maduro y las instituciones como el CNE y el Tribunal Superior de Justicia, ambos (el actor político y el marco institucional) funcionan en consonancia política. Decidieron aprobar el resultado electoral, no mostrar la evidencia del supuesto triunfo y, al final de cuentas, señalar como ilícita la operación política de la oposición que reveló actas que demuestran —en su versión— el triunfo de Edmundo González y la debilidad del resultado que hasta hoy sostiene el régimen oficial.
En el pasado, en el último cuarto del siglo XX y los primeros años del XXI, la izquierda latinoamericana formó consensos. Fijó vasos comunicantes entre los gobiernos progresistas que —sobre todo en Sudamérica— habían logrado transitar de gobiernos militaristas a regímenes políticos con una agenda efectivamente de izquierda. Formaron gobiernos con una fuerte identidad y vocación social; robustos esquemas de seguridad social y programas de asistencia. Existió, en medio de la diferencia por los contextos nacionales, un acuerdo —a veces tácito, otras explícito— sobre cuál era la izquierda latinoamericana. Fue, pare muchos, la ola rosa en la región que permitió hacerle frente a la llamada década perdida de los años 80 y paliar, en alguna medida, los resultados de la crisis de 2008.
Sin embargo, esa estabilidad política se ha ido derruyendo en América Latina. Ahora, las izquierdas latinoamericanas aunque mantienen algunas características compartidas, han adquirido diferencias notables en su ubicación en el mapa ideológico-político. El caso de Venezuela es quizás uno de los tópicos que más ha provocado diferencias en términos de quién apoya y quién crítica.
Actualmente, tras el errático y desaseado proceso electoral en Venezuela, las diferencias entre la izquierda latinoamericana se han despejado en alguna medida. Buena parte de los principales actores políticos han sido enfáticos en la necesidad de que los resultados sean transparentes, que la oposición sea escuchada y que no haya lugar a la persecución política. Ahí, la matriz es diversa, se han posicionado actores de tal relevancia como Cristina Fernández de Argentina; Andrés Manuel López Obrador de México; Gustavo Petro de Colombia; Boric de Chile; etc.
Aunque los diagnósticos sostienen ligeras diferencias, el acuerdo político —por la propia estabilidad de la izquierda como orientación política y modelo de gobierno en América Latina— es sobre la necesidad de esclarecer y encontrar una salida pactada al problema. Se trata, en buena medida, de fijar un antecedente en la región. Los resultados se verán en el corto plazo, cuando la ofuscación termine.
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