Iván Arrazola
Una de las razones por las que Maquiavelo valoraba la república era porque el poder se consideraba un bien público y no el patrimonio de una persona en particular. Esta valoración tiene sentido, ya que permite la circulación de las élites, la renovación de los proyectos políticos y garantiza que el poder no quede en manos de una familia, individuo o dinastía.
Actualmente, México está a punto de entrar en una de las etapas más complejas de su historia reciente, y a Claudia Sheinbaum le corresponderá desarrollar su proyecto de gobierno bajo la influencia del líder político más relevante de los últimos veinte años. Esto pondrá en juego dos visiones de país: una en la que el poder se mantenga como un bien público, u otra en la que una dinastía busque imponerse como el proyecto dominante de la nación.
El manejo del presidencialismo mexicano ha estado determinado tanto por reglas escritas como por prácticas no escritas. Desde su origen en 1824, el sistema presidencial enfrentó múltiples dificultades para consolidarse. La principal de ellas fue la falta de facultades que permitieran al presidente actuar como un verdadero contrapeso frente al poder Legislativo. Esta debilidad hizo que, durante los primeros años de la historia independiente de México, la presidencia se caracterizara por constantes cambios en la titularidad del Poder Ejecutivo, golpes de Estado y frecuentes modificaciones constitucionales.
Tanto el Maximato como el Porfiriato demostraron que el manejo personalista del poder no es la mejor opción para gobernar un país. Aunque el Porfiriato trajo estabilidad, careció de una visión de largo plazo para el desarrollo nacional. La concentración del poder en una sola persona supeditó muchas decisiones a los intereses personales del líder, impidiendo la institucionalización del poder y limitando el avance del país.
El Maximato tuvo un efecto similar, pero más problemático, ya que el poder no se ejercía formalmente, sino a través de la influencia de un individuo sin un cargo institucional. Esta situación generó inestabilidad y cambios constantes de gobierno, dificultando que quien ostentaba el poder de manera oficial pudiera ejercerlo efectivamente. Esto dio lugar a la creación de reglas no escritas que estabilizaron el sistema político durante un tiempo, pero a costa de un proceso de institucionalización débil y precario.
Con la presidencia de Lázaro Cárdenas se inició la era del presidencialismo moderno en México. Ante la ausencia de democracia, el presidente se convirtió, en la práctica, en el árbitro del sistema político. Ejercía un control casi absoluto sobre el aparato del Estado y tomaba decisiones clave, como la selección de candidaturas y, la más importante de todas, la designación de su sucesor, una práctica conocida como "el dedazo". Este mecanismo permitía una transferencia de poder pacífica, cimentando un pacto de impunidad y estabilidad política.
El presidente fungía como un factor de equilibrio al distribuir cargos y recursos entre los distintos grupos de poder, pero sabía que existían límites que no podía transgredir. No tenía la libertad de modificar la Constitución a su antojo ni de elegir a su sucesor sin tomar en cuenta la opinión de las facciones políticas que convivían dentro del sistema.
Así, el presidencialismo se consolidó como un modelo de control centralizado, pero restringido por acuerdos tácitos entre las élites. Entre estos límites se encontraban la prohibición de la reelección presidencial, la imposibilidad de extender el periodo de gobierno y la inadmisibilidad de imponer a un miembro de su familia como candidato a la presidencia.
La era de la alternancia marcó el inicio de un periodo de presidencialismo debilitado. Los presidentes dejaron de contar con mayorías parlamentarias, lo que evidenció que, en la práctica, las facultades que la Constitución otorga al titular del Ejecutivo resultan insuficientes para mantener el control sobre los diversos actores políticos y económicos. La falta de un poder más robusto generó un entorno en el que los cuestionamientos y el debilitamiento de la figura presidencial provocaron una crisis de legitimidad tanto del sistema político como del propio poder Ejecutivo, creando condiciones propicias para el surgimiento de figuras antisistema, como la de López Obrador.
Con la llegada de López Obrador al poder, el presidencialismo recuperó su fuerza y centralidad. Esto se debió a dos factores principales: por un lado, la mayoría absoluta que su partido obtuvo en ambas cámaras, lo que le permitió controlar el presupuesto y la agenda legislativa; y, por otro, el control de la narrativa pública a través de sus conferencias matutinas, que le permitió establecer su propia agenda, responder rápidamente a los problemas y dirigirse de manera constante a su base de apoyo.
Con Claudia Sheinbaum se vislumbra un retorno a lo que en su momento se conoció como la "presidencia imperial": una administración con mayoría calificada en ambas cámaras y control sobre las principales posiciones de poder, incluidas gubernaturas y alcaldías. La gran interrogante es si, con este poder acumulado, la presidenta Sheinbaum asumirá el papel de árbitro del sistema político o se convertirá en una figura subordinada, dedicada a preservar el legado del gran líder. Esto podría marcar un punto de inflexión, donde el poder presidencial deje de ser un bien público para convertirse en un bien privado. Esa respuesta se definirá en el futuro cercano.
Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC