En México –y en muchas otras partes del mundo– los partidos políticos se han cubierto de suciedad, así se han ganado el distanciamiento, la repulsión y la desconfianza de las y los ciudadanos. Esta lógica deficitaria de confianza es un asunto de total relevancia. En un régimen democrático los partidos políticos, en tanto entidades de interés público y medios formales de acceso al ejercicio del poder del Estado, son –notablemente– necesarios y quizás insustituibles dado que son instituciones que generan estabilidad y orden en la competencia política. Por ello conviene revitalizar la discusión sobre cómo lograr mejores partidos políticos.
Dicho propósito ha estado en el centro de la agenda política de los últimos años desde diferentes dimensiones de análisis: la primera, a partir de la gestión al interior de los partidos políticos y si esta contempla ejercicios amplios de participación entre militancia o toma decisiones de manera cupular; la segunda, en su relación con los ciudadanos (simpatizantes o no) y cómo recupera demandas y demás opiniones más allá de sus esferas, así como qué tan transparente se manifiesta hacia el exterior en lo relacionado a su gestión (dado que reciben recursos públicos); la tercera dimensión de análisis es cómo responden al marco institucional que los regula y a las determinaciones que toman instituciones como el Instituto Nacional Electoral (en lo relacionado, por ejemplo a procesos de fiscalización) o el propio Tribunal en la materia.
Si se observa el sistema de partidos mexicano a partir de las dimensiones de análisis mencionadas, resulta que –aunque existen tendencias generales– cada partido político tiene particularidades en su comportamiento. Algunos celebran ejercicios de consulta y participación directa de su militancia, mientras que otros toman de decisiones a partir de la conformación de Consejos y grupos de distribución discrecional; otros más se vinculan con organizaciones de la sociedad civil y demás actores políticos no partidistas para conocer propuestas y enriquecer estructuras programáticas e idearios políticos; algunos cumplen de mejor manera sus obligaciones de transparencia; otros más aceptan las directrices y resoluciones del INE o el TEPJF mientas que algunos las interpelen y las colocan en cuestión. Es decir, nuestro sistema de partidos, aunque regulado desde la Constitución y las leyes electorales, es plural y diverso en cuanto a comportamientos de los partidos políticos en lo individual.
Sin embargo, la tendencia general entre la sociedad responde a una lógica de pensar a los partidos como un conjunto. La población piensa –casi uniformemente– que los partidos poco los representan y que, además, probablemente están capturados. Esto es gravoso, la concepción negativa de los ciudadanos hacia los partidos políticos los coloca como agentes antitéticos a la democracia, a la participación amplia de la población o, en el peor de los casos, como esferas "apolíticas". Así lo demuestra el resultado del Informe País-2020, recientemente publicado por el INE y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, en el que los partidos políticos resultaron ser la institución que menor confianza genera en las personas.
En este contexto, sumado a la inauguración franca de un proceso político abierto hacia las elecciones de 2024 que supone la actividad máxima de los partidos políticos, conviene apuntar algunas ideas para mejorar a dichas instituciones y tener los partidos políticos que necesitamos. En el pasado, algunas reformas institucionales han sido interesantes, por ejemplo, la reforma en materia de transparencia y acceso a la información en 2014 que agregó a los partidos políticos como sujetos obligados a transparentar información. Dicho cambio institucional suponía que la transparencia lograría reducir la discrecionalidad y la presunción de corrupción en las estructuras partidistas; debo agregar que no estoy del todo seguro del impacto generado bajo ese propósito.
Ahora que los partidos políticos están sujetos a una multiplicidad de reglas sobre cómo gestionan los recursos, cómo y qué contenido se construye como propuesta ideológica y cómo sostienen sus propios registros como partidos; hace falta que se empuje en la dirección de más participación amplia entre la militancia y más allá en la ciudadanía para los procesos de selección de candidatos. Esto lograría, además de la obviedad de más participación, una mejora en la confianza ciudadana, mejorar procesos de selección de candidatos y podría ayudar a aliviar la sospecha de que los partidos muchas veces se administran como cotos de poder de privados y muy alejados de la noción de lo público.
En el corto plazo, nuestra democracia requiere de mejores partidos políticos, que abarquen a sectores de la población no siempre escuchados y que agrupen propuestas, ideas e inquietudes dispersas entre la ciudadanía. Mejorar nuestros partidos políticos es –sin duda alguna– una tarea política impostergable.
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