/ sábado 3 de diciembre de 2022

Los avatares de nuestro tiempo | Nuevos tiempos de la política salarial

En América Latina los problemas de la desigualdad y la pobreza fueron atendidos, mayoritariamente desde la implementación de programas de transferencias monetarias condicionadas. Dichas intervenciones gubernamentales partieron del supuesto de que el incremento inmediato de los niveles de ingreso, sumado a la definición de comportamientos y conductas deseables de los hogares en lo referido al uso de servicios de atención médica y la continuidad de la formación educativa de los niños y niñas, lograría romper el círculo intergeneracional de la pobreza. Fue, en alguna medida, una teoría de cambio sólida. La evidencia demostró ciertos resultados positivos en los casos de Brasil con el programa “Bolsa Familia” y en México con los programas “Progresa, Oportunidades, Prospera”.


Sin embargo, los gobiernos de la región avanzaron marginalmente en la ampliación de las intervenciones sobre la oferta. Es decir que las intervenciones sobre la mejora de los servicios de salud y educativos, por mencionar algunos, no recibieron un lugar prioritario en la planeación del desarrollo y la consideración de su impacto en la mejora de las condiciones de vida de las personas. Además, la concentración gubernamental en la implementación de los programas de transferencias monetarias descuidó otro tipo de instrumentos de política pública para enfrentar el problema. Uno de dichos instrumentos es la política salarial.


Existen dos maneras de entender el desplazamiento de la atribución del Estado para definir salarios mínimos en función de los costos de vida. La primera explicación está asociada a –quizás ingenuamente– pensar que los gobiernos obviaron o minimizaron la capacidad estatal para lograr modificar las dinámicas de los mercados de trabajo formales, además de colocar como prioritaria la atención a grupos poblacionales con mayor vulnerabilidad y que en la mayoría de los casos estaban fuera de los mercados laborales formales. La segunda manera de entender que los gobiernos no profundizarán el impacto de dicha política de control de salarios es que, se prefirió la flexibilidad laboral –para ganar competitividad a nivel país– aunque eso se tradujera en el detrimento del poder adquisitivo, la precarización laboral y –en el peor de los escenarios– pobreza laboral. Resulta relevante indicar que existió un ambiente político reprobatorio de la mejora de los salarios a partir de dos premisas: el incremento de la inflación y el deterioro de las condiciones de competitividad para la atracción de inversiones y generación de empleos.


En el caso de México, el contexto descrito en el párrafo anterior es preciso. La política salarial se mantuvo restrictiva y respondiente a las posiciones más ortodoxas de la economía neoclásica: dejar hacer y dejar pasar, al menos en los últimos treinta años. Sobre todo, partiendo del supuesto de la integración y comportamiento de los mercados de trabajo formales es un asunto del acuerdo entre privados y patrones de mercado que depende de la oferta y la demanda.


Por toda esa complejidad, llama la atención el anuncio del Presidente de la República, la Secretaria del Trabajo y la Comisión Nacional de Salarios Mínimos, sobre el incremento en un 20% al salario mínimo en México. Nominalmente pasa de $172.87 a $207.44. Este incremento que surtirá efecto a partir del 01 de enero de 2023 se suma a otros incremento anunciados en los dos años previos, los cuales ascendieron hasta un 16%. Parece que la implementación de políticas contra cíclicas, sobre en un contexto global de alta inflación rompe con la tendencia de apostar por la flexibilidad, aunque eso signifique el deterioro de las condiciones favorables de las y los trabajadores.


A pesar de que la modificación de la política salarial resulta positiva, el Estado mexicano debería seguir –aún con un marco de regulaciones supranacionales en materia laboral– con la implementación de políticas para el empleo para garantizar: mejores oportunidades de acceso al mercado laboral formal; condiciones dignas en los espacios de trabajo y –en general– mejore dinámicas en los mercados de trabajo. Es importante también que no se sobredimensione el impacto de la mejora de los salarios mínimos. Si eso ocurriese, sería un símil de lo acontecido con la priorización de los programas de transferencias monetarias para atender el problema de la pobreza. Más bien, además de las medidas salariales y los programas de transferencias, deben generarse esquemas de inversión adecuados para sostener regímenes de bienestar en los que el Estado tenga más y mejor participación.


Mientras tanto, la disrupción política tiene –en este asunto de la mejora de los ingresos de las personas– un acierto incuestionable.



Facebook: Luis Enrique Bermúdez Cruz

Twitter: @EnriqueBermC


En América Latina los problemas de la desigualdad y la pobreza fueron atendidos, mayoritariamente desde la implementación de programas de transferencias monetarias condicionadas. Dichas intervenciones gubernamentales partieron del supuesto de que el incremento inmediato de los niveles de ingreso, sumado a la definición de comportamientos y conductas deseables de los hogares en lo referido al uso de servicios de atención médica y la continuidad de la formación educativa de los niños y niñas, lograría romper el círculo intergeneracional de la pobreza. Fue, en alguna medida, una teoría de cambio sólida. La evidencia demostró ciertos resultados positivos en los casos de Brasil con el programa “Bolsa Familia” y en México con los programas “Progresa, Oportunidades, Prospera”.


Sin embargo, los gobiernos de la región avanzaron marginalmente en la ampliación de las intervenciones sobre la oferta. Es decir que las intervenciones sobre la mejora de los servicios de salud y educativos, por mencionar algunos, no recibieron un lugar prioritario en la planeación del desarrollo y la consideración de su impacto en la mejora de las condiciones de vida de las personas. Además, la concentración gubernamental en la implementación de los programas de transferencias monetarias descuidó otro tipo de instrumentos de política pública para enfrentar el problema. Uno de dichos instrumentos es la política salarial.


Existen dos maneras de entender el desplazamiento de la atribución del Estado para definir salarios mínimos en función de los costos de vida. La primera explicación está asociada a –quizás ingenuamente– pensar que los gobiernos obviaron o minimizaron la capacidad estatal para lograr modificar las dinámicas de los mercados de trabajo formales, además de colocar como prioritaria la atención a grupos poblacionales con mayor vulnerabilidad y que en la mayoría de los casos estaban fuera de los mercados laborales formales. La segunda manera de entender que los gobiernos no profundizarán el impacto de dicha política de control de salarios es que, se prefirió la flexibilidad laboral –para ganar competitividad a nivel país– aunque eso se tradujera en el detrimento del poder adquisitivo, la precarización laboral y –en el peor de los escenarios– pobreza laboral. Resulta relevante indicar que existió un ambiente político reprobatorio de la mejora de los salarios a partir de dos premisas: el incremento de la inflación y el deterioro de las condiciones de competitividad para la atracción de inversiones y generación de empleos.


En el caso de México, el contexto descrito en el párrafo anterior es preciso. La política salarial se mantuvo restrictiva y respondiente a las posiciones más ortodoxas de la economía neoclásica: dejar hacer y dejar pasar, al menos en los últimos treinta años. Sobre todo, partiendo del supuesto de la integración y comportamiento de los mercados de trabajo formales es un asunto del acuerdo entre privados y patrones de mercado que depende de la oferta y la demanda.


Por toda esa complejidad, llama la atención el anuncio del Presidente de la República, la Secretaria del Trabajo y la Comisión Nacional de Salarios Mínimos, sobre el incremento en un 20% al salario mínimo en México. Nominalmente pasa de $172.87 a $207.44. Este incremento que surtirá efecto a partir del 01 de enero de 2023 se suma a otros incremento anunciados en los dos años previos, los cuales ascendieron hasta un 16%. Parece que la implementación de políticas contra cíclicas, sobre en un contexto global de alta inflación rompe con la tendencia de apostar por la flexibilidad, aunque eso signifique el deterioro de las condiciones favorables de las y los trabajadores.


A pesar de que la modificación de la política salarial resulta positiva, el Estado mexicano debería seguir –aún con un marco de regulaciones supranacionales en materia laboral– con la implementación de políticas para el empleo para garantizar: mejores oportunidades de acceso al mercado laboral formal; condiciones dignas en los espacios de trabajo y –en general– mejore dinámicas en los mercados de trabajo. Es importante también que no se sobredimensione el impacto de la mejora de los salarios mínimos. Si eso ocurriese, sería un símil de lo acontecido con la priorización de los programas de transferencias monetarias para atender el problema de la pobreza. Más bien, además de las medidas salariales y los programas de transferencias, deben generarse esquemas de inversión adecuados para sostener regímenes de bienestar en los que el Estado tenga más y mejor participación.


Mientras tanto, la disrupción política tiene –en este asunto de la mejora de los ingresos de las personas– un acierto incuestionable.



Facebook: Luis Enrique Bermúdez Cruz

Twitter: @EnriqueBermC