Uno y dos de noviembre, “Todos los Santos”, que son nuestros difuntos. Pero desde el veintiocho de octubre, y mucho antes, flota en el aire provinciano la cercanía de la conmemoración que impacta en nuestras tradiciones y da sentimiento al corazón; un sentir que en realidad nunca se ausenta del todo, pero que en estos días se reaviva, reencarna, es brasa inapagada, rescoldo que con el soplo del recuerdo se reenciende. Cada año, México vive estos días de reencuentro con su ayer para algunos de tristeza rediviva y que en el altar domestico de cada hogar, es de culto para nuestros “dioses” particulares que se nos adelantaron. “Regresan” las almas de nuestros antepasados -eso creemos- abandonan su morada supra humana y vienen entre flores amarillas y aroma de copal, a disfrutar la ofrenda de nuestras creencias, que nuestros afanes les preparan; son días en que le permitimos a nuestra lógica razón el pequeño desliz de esas creencias. Pero la realidad es que “sí regresan”, porque “resuellan” inquietos en las venas de nuestro corazón. Es en nombre de esa creencia, que ofrendamos lo que la tradición nos dicta, pero también lo que nuestros difuntos preferían. Ellos llegan, y se instalan en el mundo de los vivos en donde la recepción se puebla de flores y de aromas. En su tumba panteonera, relumbra el naranja encendido del cempasúchil; los pequeños promontorios, resplandecen de festivo colorido. Miles de fieles vivos veneran a sus muertos fieles, con sentida devoción y recuerdo florido entre las manos; hasta los panteones nos desplazamos, para ofrecer el tributo de la limpieza de tumbas, cuidadosamente humedecidas, reacomodando la tierra, aseando sus espacios y para terminar colmándola de flores. He deseado que las tumbas deban ser solo de tierra y no monumentales. Porque esos túmulos señalan ubicación de lugar en nuestra madre tierra. Esa que ha prohijado nuestra presencia planetaria y cuando fallecemos a ella regresamos; es justo, que la materia orgánica que constituye nuestros restos se restituya a la riqueza orgánica del universo; cuando sepultamos a nuestros queridos seres, por un lado, estamos permitiendo que la materia regrese a la materia, devolvemos a la tierra lo que es de la tierra. Al sepultar, le reintegramos los restos mortales, tal vez de su “fruto” más preciado, el que gozó de independencia, de conciencia; desarrolló inteligencia, construyó, imaginó, pero también desplegó sus ambiciones y en busca de poder destruyó y asesinó. Pero para los que aun aguardamos el “destino final”, -ese que no sabemos cuándo-, sepultar a un ser amado es tener la certeza de donde están sus restos. Lugar donde podamos recitar nuestra plegaria y repetirle nuestro amor; donde llevarle flores y recuerdos. Pero también erigimos el sentimiento nuestro en la expresión de un altar doméstico, en donde por unas horas, adoramos a aquellos “santos laicos”. Desplegamos ahí nuestro culto familiar para los que “fueron” antes que nosotros. Las ofrendas caseras desbordan de colores y sabores; el pan de muerto, las hojaldras, los tlacotonales y pezuñas. Los dulces cocinados en el fogón casero, de chayote, calabaza, tejocotes, camotes y otros más. Las figuras azucaradas de pepita, las infaltables frutas, plátanos, naranjas, mandarinas, jícamas, cañas, manzanas; platillos caseros de pipián, de mole y los tamales, sin que falten los guisos que a cada difunto le gustaban. Menos aún, las fotografías de los difuntos en el altar, mantel de lujo y de papel picado, con sahumerio de copal. Algún tequila, cerveza o neutle. La tradición enseña que a las tres de la tarde del primero llegan los difuntos y son recibidos entre rezos y cantos, estarán con nosotros un día entero. La chiquillada que aún no conoce de duelos y pesares, urgidos están de que se marchen para que puedan despacharse a gusto las golosinas de la ofrenda. Las visitas familiares, cuando se vayan, habrán de llevar su ofrenda convidada. La humanidad entera recuerda a sus difuntos, quizás en diferentes fechas y de distintas formas. Pero en México, cada región lo hace según su costumbre y sus creencias. Podrán pasar las fechas, pero no la raíz ni los recuerdos. Concluida la presencia anual de nuestros espíritus amados, se guardarán los manteles que orlaron la mesa y que en un año habrán de resurgir para que nuevamente con júbilo y pesar provinciano se reciba a los que ya se fueron pero que nuevamente regresarán a estar entre nosotros.
Y para entonces, resurgirá el esplendor de la humilde mesa ... y se reanudará la plegaria que sincera y sentida se levante de nuestros corazones...
La humanidad entera recuerda a sus difuntos, quizás en diferentes fechas y de distintas formas. Pero en México, cada región lo hace según su costumbre y sus creencias.