No estoy llorando, es una pajita en el ojo nomás, quería pensar, pero las lágrimas brotaban inevitablemente, irremediablemente. En la soledad de mi recámara, escuchando a la nueva presidenta, así, con “a”, lloré al oírla nombrar a las siempre inadvertidas, a las anuladas, a las que murieron o aún viven sin saber de su propia invisibilidad, sin percatarse de la violencia sufrida, de las vidas frustradas por creencias limitantes impuestas por la cultura de los patriarcas, de nuestras abuelas, madres, hermanas…de una misma a veces, muchas veces… tantas veces.
Fuerte y clara, sobria, se escuchó la voz de la primera mandataria decir: “Después de al menos 503 años, por primera vez llegamos las mujeres a conducir los destinos de nuestra amada nación; y digo llegamos porque no llego sola, llegamos todas… a las que lucharon por sus sueños y lo lograron; a las que lucharon y no lo lograron. Llegan las que pudieron alzar la voz y las que no pudieron. Llegan las que han tenido que callar y luego gritaron a solas…”
Escribo arriba que las lágrimas fueron inevitables y por múltiples razones; soy de la generación que no se quedó sumisa a sufrir en un mal matrimonio, soy de ellas, de las que salimos a ser soporte emocional y material de nuestras hijas e hijos, de a quienes la palabra divorciada estigmatizó, pero no arredró, soy de las que tuvieron que soportar hombres que se acercaban a decir “estoy a sus órdenes, una mujer bonita y sola tiene necesidades…” de las que luchamos para ser promovidas sin discriminación, de las que aprendimos que la escuela es un igualador social y trampolín para evolucionar; así, así la pasamos nosotras pero así la pasan aún muchas.
Esta generación a la que pertenezco, sin embargo, es mucho, infinitamente mejor que la anterior; las lágrimas también fluyeron por la generación de mi madre, por imaginarme a esa talentosísima cantante de ópera, libre de espíritu como el más majestuoso de los pájaros soñando en estar en un escenario, en aprovechar la beca en La Scala de Milán para cantar, esa oportunidad que su padre le negó porque “una mujer no debía viajar ni vivir sola, sin un hombre”, esa generación que las obligó a casarse y a tener hijas e hijos que fueron casi siempre amados pero dentro de la profundidad del alma de ellas, también anclas para extender sus alas.
Lloré también por la generación de mi abuela, cuando las obligaban a tener chaperón, que les medían valía personal por su comportamiento social, moral y sexual, esas que si tenían condición de homosexualidad, de curanderas, de sabias eran catalogadas brujas y quemadas en hogueras de una sociedad ciega y reacia a verlas como personas, esa sociedad para quienes ellas eran solo una de las posesiones del hombre de sus vidas, fuera abuelo, padre, hermano o marido. La que se conformaba y hasta se ufanaba negando el dolor de la traición por ser catedral y no capilla.
Lloré por las familias de las asesinadas por machos, de quienes sufren el infierno de haber sido atacadas con ácido, de aquellas que desesperan por la ausencia de sus hijos arrancados por un marido con poder, por las madres de desaparecidos, por los miles de niñas teniendo niñas y niños, violentadas en su integridad y la inocencia de su infancia por quienes debieran haberles cuidado, protegido, tutelado, amparado.
Lloré porque jamás en un discurso de toma de protesta algún mandatario nos había visibilizado, ninguno había dado reconocimiento en idea, valor o palabra a más de la mitad de la población, lloré por las que seguimos cargando en pleno siglo XXI la etiqueta de “la primera en” cuando debiera ser natural que lleguemos ellos y nosotras.
Lloré también de esperanza por quienes estamos y quienes llegarán a la patria; la llegada de la presidenta es un espacio, un descanso en el camino de la lucha por la igualdad sustantiva. Estamos con ella porque llegamos con ella, pero quisiera que mi corazón tuviera certeza que al paso del tiempo ella, la primera, la con “a” no nos dará por sentado, no nos olvidará, no nos dejará atrás.