/ martes 31 de octubre de 2023

¿Qué es la muerte?

Vaya que el título del presente artículo es una pregunta difícil, ¿no lo cree?, sobre todo porque se trata de un tema sensible que, de alguna u otra forma, nos afecta a todos.

Por una parte, resulta inevitable pensar en el dolor, la tristeza y el vacío que experimentamos cuando se nos adelanta un ser querido. Por otra parte, considerar nuestra propia muerte (sí, estimado lector, la suya y la mía) como un evento inevitable que puede ocurrir en cualquier momento puede ser inquietante.

Resulta interesante el hecho de que todas las culturas (desde las más primitivas hasta las más complejas) tienen en común la creencia en la vida después de la muerte. Es prácticamente un asunto instintivo, como si se tratara de algo inherente a nuestra más profunda naturaleza.

Las teorías pueden ser muy variadas pero el fondo siempre es el mismo: cuando un ser humano termina su etapa en esta vida, lo que muere o deja de funcionar es su cuerpo, su apariencia física; pero su esencia, su mente, su alma, su verdadero yo o como quiera usted llamarle sigue viviendo, permanece, subsiste en un plano que trasciende a la realidad tal como la conocemos.

Al respecto, se han desarrollado diversas enseñanzas y explicaciones. Muchos creen que el alma volverá a reunirse con el cuerpo que ocupó en este mundo para resucitar en el día final, mientras que otros se inclinan por la reencarnación y piensan que un mismo ser espiritual ocupa diversos cuerpos hasta alcanzar el perfeccionamiento.

También están quienes opinan que, al abandonar el cuerpo, la esencia de quien se va se une con el Todo y alcanza así su plenitud. Y como éstas, existen muchas teorías más. Pero todas, absolutamente todas, tienen algo en común: la comprensión de que la muerte no es un final definitivo.

Personalmente pienso que el Poder Infinito, el Espíritu del Universo al que muchos llamamos Dios, es Vida infinita, inagotable y perfecta que se expresa y manifiesta bajo innumerables formas únicas e irrepetibles entre las que nos encontramos usted y yo. Y dado que este Espíritu es inmortal, igualmente lo somos usted y yo.

En términos científicos por todos conocidos: la energía no se crea ni se destruye, solamente se transforma. Por lo tanto, la muerte es sencillamente un proceso de transformación, un momento de transición en el que la Vida se mueve hacia una mayor expresión de Sí misma, ya que en la naturaleza todo está regido por una ley de avance, expansión, crecimiento y evolución. Y los seres humanos somos, desde luego, parte de esta realidad.

La muerte es la culminación de una etapa y por lo tanto el inicio de otra. Cuando usted estaba en el vientre de su madre, ese era su mundo y su única realidad; tenía todas sus necesidades satisfechas y no conocía más vida que la que experimentaba hasta ese momento.

Pero entonces vino el tiempo de salir de allí y usted literalmente murió a su anterior realidad para renacer en un mundo completamente distinto del que hasta entonces conocía; un mundo mucho más complejo, una nueva vida con nuevas e infinitas posibilidades de desarrollo. Todo esto como parte de un proceso natural al que todos estamos sujetos.

Y así vamos muriendo y renaciendo sucesivamente. Morimos a la niñez, a la adolescencia, a la adultez, a la vejez y, al final, morimos a esta experiencia terrenal simplemente para trascender, para renacer en otro plano de existencia, en otra realidad, con “nuevas e infinitas posibilidades de desarrollo”. Justo como cuando salimos del vientre materno.

¿Pero entonces qué sucede con los que se van, digamos, antes de tiempo, con los que mueren siendo pequeños o jóvenes o en la flor de la vida? ¿Acaso no es injusta su muerte?

Quiero decirle algo. Estoy convencido de que todos venimos a este mundo con dos propósitos: el primero consiste en aprender una lección; el segundo, en cumplir una misión. Pero cada uno de nosotros lo hace en diferente tiempo y de manera distinta. En un Universo que en todas sus partes manifiesta orden y armonía y que por lo tanto es gobernado por una Inteligencia Infinita nada sale sobrando, nada existe por casualidad, nada está fuera de lugar; por eso es que únicamente se va quien ha hecho lo que tenía que hacer y ha aprendido lo que tenía que aprender y por lo tanto le ha llegado el momento de “graduarse”, de avanzar a la siguiente etapa en una aventura que no tiene fin.

Por todo lo anterior le pido que en estos días en los que conmemoramos y honramos a nuestros difuntos lo hagamos con infinito amor y total gratitud; que sea esa nuestra ofrenda para ellos. Porque quienes tanto amamos y ya no están físicamente entre nosotros simplemente se nos adelantaron en un camino que todos debemos recorrer.

Y, por lo que más quiera, usted que lee estas líneas, enamórese de la vida porque es un regalo invaluable, una experiencia única e irrepetible. Usted vino para ser libre y feliz y para poner su granito de arena en la construcción de la felicidad de los demás. Recuerde lo siguiente: no está usted aquí para llenar expectativas ajenas ni para ser quien los demás quieren que sea. Está aquí para ser usted mismo y dejar huella, para ser, en palabras de Jesús, luz del mundo y sal de la tierra. Viva, viva con intensidad para que al final, cuando llegue el momento de partir, pueda decir como San Francisco de Asís: ¡Bienvenida, Hermana Muerte!


*Comunicólogo y sacerdote anglicano

Vaya que el título del presente artículo es una pregunta difícil, ¿no lo cree?, sobre todo porque se trata de un tema sensible que, de alguna u otra forma, nos afecta a todos.

Por una parte, resulta inevitable pensar en el dolor, la tristeza y el vacío que experimentamos cuando se nos adelanta un ser querido. Por otra parte, considerar nuestra propia muerte (sí, estimado lector, la suya y la mía) como un evento inevitable que puede ocurrir en cualquier momento puede ser inquietante.

Resulta interesante el hecho de que todas las culturas (desde las más primitivas hasta las más complejas) tienen en común la creencia en la vida después de la muerte. Es prácticamente un asunto instintivo, como si se tratara de algo inherente a nuestra más profunda naturaleza.

Las teorías pueden ser muy variadas pero el fondo siempre es el mismo: cuando un ser humano termina su etapa en esta vida, lo que muere o deja de funcionar es su cuerpo, su apariencia física; pero su esencia, su mente, su alma, su verdadero yo o como quiera usted llamarle sigue viviendo, permanece, subsiste en un plano que trasciende a la realidad tal como la conocemos.

Al respecto, se han desarrollado diversas enseñanzas y explicaciones. Muchos creen que el alma volverá a reunirse con el cuerpo que ocupó en este mundo para resucitar en el día final, mientras que otros se inclinan por la reencarnación y piensan que un mismo ser espiritual ocupa diversos cuerpos hasta alcanzar el perfeccionamiento.

También están quienes opinan que, al abandonar el cuerpo, la esencia de quien se va se une con el Todo y alcanza así su plenitud. Y como éstas, existen muchas teorías más. Pero todas, absolutamente todas, tienen algo en común: la comprensión de que la muerte no es un final definitivo.

Personalmente pienso que el Poder Infinito, el Espíritu del Universo al que muchos llamamos Dios, es Vida infinita, inagotable y perfecta que se expresa y manifiesta bajo innumerables formas únicas e irrepetibles entre las que nos encontramos usted y yo. Y dado que este Espíritu es inmortal, igualmente lo somos usted y yo.

En términos científicos por todos conocidos: la energía no se crea ni se destruye, solamente se transforma. Por lo tanto, la muerte es sencillamente un proceso de transformación, un momento de transición en el que la Vida se mueve hacia una mayor expresión de Sí misma, ya que en la naturaleza todo está regido por una ley de avance, expansión, crecimiento y evolución. Y los seres humanos somos, desde luego, parte de esta realidad.

La muerte es la culminación de una etapa y por lo tanto el inicio de otra. Cuando usted estaba en el vientre de su madre, ese era su mundo y su única realidad; tenía todas sus necesidades satisfechas y no conocía más vida que la que experimentaba hasta ese momento.

Pero entonces vino el tiempo de salir de allí y usted literalmente murió a su anterior realidad para renacer en un mundo completamente distinto del que hasta entonces conocía; un mundo mucho más complejo, una nueva vida con nuevas e infinitas posibilidades de desarrollo. Todo esto como parte de un proceso natural al que todos estamos sujetos.

Y así vamos muriendo y renaciendo sucesivamente. Morimos a la niñez, a la adolescencia, a la adultez, a la vejez y, al final, morimos a esta experiencia terrenal simplemente para trascender, para renacer en otro plano de existencia, en otra realidad, con “nuevas e infinitas posibilidades de desarrollo”. Justo como cuando salimos del vientre materno.

¿Pero entonces qué sucede con los que se van, digamos, antes de tiempo, con los que mueren siendo pequeños o jóvenes o en la flor de la vida? ¿Acaso no es injusta su muerte?

Quiero decirle algo. Estoy convencido de que todos venimos a este mundo con dos propósitos: el primero consiste en aprender una lección; el segundo, en cumplir una misión. Pero cada uno de nosotros lo hace en diferente tiempo y de manera distinta. En un Universo que en todas sus partes manifiesta orden y armonía y que por lo tanto es gobernado por una Inteligencia Infinita nada sale sobrando, nada existe por casualidad, nada está fuera de lugar; por eso es que únicamente se va quien ha hecho lo que tenía que hacer y ha aprendido lo que tenía que aprender y por lo tanto le ha llegado el momento de “graduarse”, de avanzar a la siguiente etapa en una aventura que no tiene fin.

Por todo lo anterior le pido que en estos días en los que conmemoramos y honramos a nuestros difuntos lo hagamos con infinito amor y total gratitud; que sea esa nuestra ofrenda para ellos. Porque quienes tanto amamos y ya no están físicamente entre nosotros simplemente se nos adelantaron en un camino que todos debemos recorrer.

Y, por lo que más quiera, usted que lee estas líneas, enamórese de la vida porque es un regalo invaluable, una experiencia única e irrepetible. Usted vino para ser libre y feliz y para poner su granito de arena en la construcción de la felicidad de los demás. Recuerde lo siguiente: no está usted aquí para llenar expectativas ajenas ni para ser quien los demás quieren que sea. Está aquí para ser usted mismo y dejar huella, para ser, en palabras de Jesús, luz del mundo y sal de la tierra. Viva, viva con intensidad para que al final, cuando llegue el momento de partir, pueda decir como San Francisco de Asís: ¡Bienvenida, Hermana Muerte!


*Comunicólogo y sacerdote anglicano