/ jueves 21 de noviembre de 2024

¡Quizás aprenderemos!...

¡20 de noviembre!..., como cada año, se recuerda a la Revolución en su inicio. El calendario cívico ha vuelto a su recuerdo, el panismo de Fox y de Calderón lo relegaron, pero ahora la agenda educativa lo menciona.

Mirando los desfiles pueblerinos que conmemoran, tal vez debemos preguntarnos ¿cuál es la trascendencia de ese terremoto social que cambió a México? porque los desfiles escolares pueblerinos no guardan coherencia con la historia, los revolucionarios tlaxcaltecas Juan Cuamatzi y Domingo Arenas se sentirían ofendidos con esta forma de celebrar.

Aquellos levantaron al campesinado, encabezados por Zapata –el suriano “bigotón”– que desde Morelos encabezó la guerrilla de quienes, hastiados por la explotación campesina, decidieron la lucha antes que continuar bajo la bota de los señoritingos que se daban la gran vida en la Capital y en Europa con la riqueza que extraían del agro.

Ese México ya había agotado el esquema porfirista de gobierno, que entregó tierras y mano de obra esclavizada al extranjero; las haciendas, ferrocarriles, petróleo, minería e industria textil. De tal forma, que a los desposeídos solo les quedaba la vida por perder. Por eso, con las armas en la mano, buscaron derrocar a Don Porfirio.

Los señores “científicos” no entendieron con oportunidad lo que pasaba ni tampoco que, como sistema de gobierno, ya asentaban su trasero sobre un volcán que estallaría. Ese movimiento revolucionario inició como cosa muy distinta a desfilar balón en mano o dibujar el aire con pompones de papel o con bailes modositos.

Hoy, como nunca, frente a las amenazas de Don Trump se necesita una joven conciencia, que se enteren que Valle Nacional fue un gran campo de concentración y muerte; de las masacres de Cananea y Río Blanco –mátalos en caliente–; del régimen de la policía rural que aplastaba y ajusticiaba “también en caliente”; que la nación era de gobernadores cómplices, que los hacendados en sus cárceles particulares practicaban el sistema de raya, que eran señores de orca y cuchillo y esclavizaban. Que las elecciones eran faramalla para perpetrar a un viejo dictador; que un sistema de justicia corrupto y de ladrones encarcelaba sin razón.

Pero dos actores nacionales sí supieron entender lo que pasaba. Uno fue Francisco I Madero y el otro Porfirio Díaz. El primero, estando preso, escapó a EE. UU. y convocó a la revolución –levantamiento que casi a soplidos derribó a Porfirio Díaz con los tratados de Ciudad Juárez– y este último, vio incontenible el tsunami revolucionario y se fue a Europa a disfrutar de la playa, el bien comer y a morir tranquilo.

En tanto, en México la revolución y sus actores centrales –Villa, Calles, Obregón, Carranza y Zapata– se hacían pedazos y desgarraban por el poder. El mariguano y alcohólico de Huerta fue otro previsor, pues se apoderó del ejército federal y del poder de la nación, y apoltronado en el D.F. envió a sus “pelones” a que los destrozaran en Zacatecas.

El terremoto social ya era imparable. Villa se encargó de aniquilarle sus delirios de grandeza que había elucubrado entre los humos del alcohol y la mala hierba. Victoriano entendió que estaba aniquilado y se fue a la tranquilidad de gringolandia.

En México, la vorágine siguió tragándose a los que ayer eran héroes y al día siguiente víctimas… ¡Rememoremos!... aquel 20 de noviembre de 1910 no fue juego de baloncesto, ni práctica de bastoneras; inició con la despiadada masacre de los Hermanos Serdán en Puebla.

Ese fue el crujir de las amarras, el estallar de las represas que contenían hasta entonces la ira social de los pueblos –México es un mosaico de naciones– que componen el mapa nacional de razas. Etnias que después de la conquista sufrieron la esclavitud virreinal y después el sometimiento porfirista.

La lección es grandiosa, sobre todo para los que de Tlaxcala se sienten “figurones” políticos nacionales. Para descifrar a tiempo lo que la realidad social les “dice”. Esos que pasean su perfil en las redes sociales; que hilvanan mentiras cuasi creíbles, que tejen y destejen intrigas. Esos que ahora, por no haber “leído” a tiempo la realidad, están al margen del poder y los negocios –cuántos paraísos fiscales esconden sus secretos–, los que votaron por el remate de los postulados constitucionales revolucionarios, que indignaron a la nación y condujeron a un voto de castigo.

Esos intereses que las togas “supremas” quisieron atajar reescribiendo la Constitución, y ninguneando al voto popular. Huracán electoral que convirtió en rastrojo al más grande partido político que conoció el país –hoy dirigido por un sátrapa corrupto– del que tan solo queda la miseria y la historia de vergüenzas. En Tlaxcala, administrado ahora por unos cuántos “vividores”.

Francisco Villa, el más grande guerrillero mexicano decía, que “esos políticos chocolateros” eran los culpables de que sus “pobrecitos hermanitos de raza, estuvieran en la miseria”. Ese 20 de noviembre de 1910 que celebramos, fue el arranque de un México nuevo. A ver si algún día aprendemos a conmemorar ese acontecimiento grandioso como debe ser.


¡20 de noviembre!..., como cada año, se recuerda a la Revolución en su inicio. El calendario cívico ha vuelto a su recuerdo, el panismo de Fox y de Calderón lo relegaron, pero ahora la agenda educativa lo menciona.

Mirando los desfiles pueblerinos que conmemoran, tal vez debemos preguntarnos ¿cuál es la trascendencia de ese terremoto social que cambió a México? porque los desfiles escolares pueblerinos no guardan coherencia con la historia, los revolucionarios tlaxcaltecas Juan Cuamatzi y Domingo Arenas se sentirían ofendidos con esta forma de celebrar.

Aquellos levantaron al campesinado, encabezados por Zapata –el suriano “bigotón”– que desde Morelos encabezó la guerrilla de quienes, hastiados por la explotación campesina, decidieron la lucha antes que continuar bajo la bota de los señoritingos que se daban la gran vida en la Capital y en Europa con la riqueza que extraían del agro.

Ese México ya había agotado el esquema porfirista de gobierno, que entregó tierras y mano de obra esclavizada al extranjero; las haciendas, ferrocarriles, petróleo, minería e industria textil. De tal forma, que a los desposeídos solo les quedaba la vida por perder. Por eso, con las armas en la mano, buscaron derrocar a Don Porfirio.

Los señores “científicos” no entendieron con oportunidad lo que pasaba ni tampoco que, como sistema de gobierno, ya asentaban su trasero sobre un volcán que estallaría. Ese movimiento revolucionario inició como cosa muy distinta a desfilar balón en mano o dibujar el aire con pompones de papel o con bailes modositos.

Hoy, como nunca, frente a las amenazas de Don Trump se necesita una joven conciencia, que se enteren que Valle Nacional fue un gran campo de concentración y muerte; de las masacres de Cananea y Río Blanco –mátalos en caliente–; del régimen de la policía rural que aplastaba y ajusticiaba “también en caliente”; que la nación era de gobernadores cómplices, que los hacendados en sus cárceles particulares practicaban el sistema de raya, que eran señores de orca y cuchillo y esclavizaban. Que las elecciones eran faramalla para perpetrar a un viejo dictador; que un sistema de justicia corrupto y de ladrones encarcelaba sin razón.

Pero dos actores nacionales sí supieron entender lo que pasaba. Uno fue Francisco I Madero y el otro Porfirio Díaz. El primero, estando preso, escapó a EE. UU. y convocó a la revolución –levantamiento que casi a soplidos derribó a Porfirio Díaz con los tratados de Ciudad Juárez– y este último, vio incontenible el tsunami revolucionario y se fue a Europa a disfrutar de la playa, el bien comer y a morir tranquilo.

En tanto, en México la revolución y sus actores centrales –Villa, Calles, Obregón, Carranza y Zapata– se hacían pedazos y desgarraban por el poder. El mariguano y alcohólico de Huerta fue otro previsor, pues se apoderó del ejército federal y del poder de la nación, y apoltronado en el D.F. envió a sus “pelones” a que los destrozaran en Zacatecas.

El terremoto social ya era imparable. Villa se encargó de aniquilarle sus delirios de grandeza que había elucubrado entre los humos del alcohol y la mala hierba. Victoriano entendió que estaba aniquilado y se fue a la tranquilidad de gringolandia.

En México, la vorágine siguió tragándose a los que ayer eran héroes y al día siguiente víctimas… ¡Rememoremos!... aquel 20 de noviembre de 1910 no fue juego de baloncesto, ni práctica de bastoneras; inició con la despiadada masacre de los Hermanos Serdán en Puebla.

Ese fue el crujir de las amarras, el estallar de las represas que contenían hasta entonces la ira social de los pueblos –México es un mosaico de naciones– que componen el mapa nacional de razas. Etnias que después de la conquista sufrieron la esclavitud virreinal y después el sometimiento porfirista.

La lección es grandiosa, sobre todo para los que de Tlaxcala se sienten “figurones” políticos nacionales. Para descifrar a tiempo lo que la realidad social les “dice”. Esos que pasean su perfil en las redes sociales; que hilvanan mentiras cuasi creíbles, que tejen y destejen intrigas. Esos que ahora, por no haber “leído” a tiempo la realidad, están al margen del poder y los negocios –cuántos paraísos fiscales esconden sus secretos–, los que votaron por el remate de los postulados constitucionales revolucionarios, que indignaron a la nación y condujeron a un voto de castigo.

Esos intereses que las togas “supremas” quisieron atajar reescribiendo la Constitución, y ninguneando al voto popular. Huracán electoral que convirtió en rastrojo al más grande partido político que conoció el país –hoy dirigido por un sátrapa corrupto– del que tan solo queda la miseria y la historia de vergüenzas. En Tlaxcala, administrado ahora por unos cuántos “vividores”.

Francisco Villa, el más grande guerrillero mexicano decía, que “esos políticos chocolateros” eran los culpables de que sus “pobrecitos hermanitos de raza, estuvieran en la miseria”. Ese 20 de noviembre de 1910 que celebramos, fue el arranque de un México nuevo. A ver si algún día aprendemos a conmemorar ese acontecimiento grandioso como debe ser.