IVÁN ARRAZOLA*
Una de las democracias más longevas del mundo como lo es la estadounidense, un país que ha cimentado su legado y cultura en el respeto al estado de derecho, hoy enfrenta una crisis profunda. Después del martes 5 de noviembre, se ha hecho evidente que el sistema, que durante siglos fue símbolo de estabilidad y democracia, ha sido superado por fuerzas que amenazan su esencia.
El desgaste de las instituciones y la manipulación de los mecanismos democráticos han revelado una fractura en el tejido social que alguna vez garantizó un equilibrio y una defensa sólida de los derechos ciudadanos. Este momento histórico simboliza no solo un fracaso institucional, sino también una pérdida de confianza en los principios democráticos y en la capacidad del sistema para protegerlos.
La sociedad, que por generaciones ha confiado en el proceso democrático como un vehículo de representación y justicia, ahora enfrenta una dolorosa realidad: los valores fundamentales que sostienen la democracia han sido profundamente erosionados. Los discursos cargados de odio y mentiras han prevalecido, y tradiciones políticas, antes símbolos de estabilidad, han sido socavadas. Un claro ejemplo, fue la transferencia de poder durante las elecciones de 2020, cuando Trump, al no ser favorecido por el resultado, incitó a una turba a tomar el Capitolio en un intento por desestabilizar el proceso electoral.
Durante la campaña de 2024, Trump retomó un discurso polarizador, señalando la existencia de un “enemigo interno” y prometiendo utilizar el poder presidencial, incluso el sistema de justicia, para perseguir a sus adversarios políticos, amenazando con el uso de la fuerza militar contra aquellos que identificara como tales. Este nivel de rencor y confrontación es incompatible con los principios democráticos, y su comportamiento evidencia una falta de compromiso con los valores esenciales de la democracia.
Durante la campaña, el candidato republicano desplegó todo un arsenal de calificativos y prejuicios. En el relato de Trump, la economía era descrita como si estuviera en ruinas, a pesar de que casi todos los indicadores mostraban lo contrario. También presentó la frontera como una “llaga abierta” por la cual supuestamente se infiltraban migrantes peligrosos, aunque los datos mostraban una reducción en el número real de cruces. Creó historias falsas, como la de mascotas devoradas por inmigrantes haitianos, y arremetió contra su oponente política, Kamala Harris, a quien insultó repetidamente, llamándola “estúpida” y “comunista”.
Todo esto alimentó la narrativa de Trump, destinada a captar las emociones de sus seguidores. Sus discursos apelaron a un sentido de agravio y exclusión que millones de votantes experimentan, despertando en ellos emociones de miedo y resentimiento. Esta retórica, basada en distorsiones y ataques personales, contribuyó a consolidar su base electoral a través de la manipulación de los temores y prejuicios de un sector de la sociedad.
Si el discurso polarizador y la erosión de las instituciones no fueran ya motivos de preocupación, el verdadero impacto de esta forma de hacer política se verá reflejado en el manejo de la política internacional. Para bien o para mal, Estados Unidos ha tenido una responsabilidad ante el mundo, la de mantener un modelo de país y de gobernanza fundamentado en los principios democráticos. Con Trump, se asiste a una renuncia a esos principios. Bajo el lema de “hacer grande a América nuevamente,” lo que realmente se promueve es un aislamiento, una retirada de Estados Unidos hacia su propia realidad, abandonando los valores que alguna vez juró proteger.
En este contexto, no sorprende que líderes como Putin, Orbán o Bukele sean de los primeros en felicitar a Trump tras su victoria. Estos mandatarios saben que, con Trump en el poder, encontrarán un aliado que no interferirá en sus agendas autoritarias, ya que comparten una visión similar de gobernanza basada en el control y la confrontación. La complicidad tácita entre ellos confirma que, bajo este nuevo liderazgo, los principios democráticos y la solidaridad internacional pasan a un segundo plano, en favor de un estilo de gobierno que privilegia el poder y el autoritarismo sobre la apertura y el respeto a los derechos fundamentales.
Tras su victoria, Trump construyó una narrativa en la que presentó su triunfo como un “regreso histórico”. Sin embargo, lejos de representar el triunfo de la razón o el consenso, esta victoria puede interpretarse como el éxito de una forma vil y perversa de hacer política.
Este réquiem por la democracia no solo marca el fin de una era, sino que también lanza una advertencia al mundo: la democracia, incluso en sus formas más establecidas, es frágil y requiere de un compromiso constante con sus valores esenciales para sobrevivir.
*Analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC