/ martes 21 de noviembre de 2023

Tras las huellas del maestro

Hay momentos específicos en la historia de la humanidad en los que se hace necesaria, por no decir indispensable, la presencia de maestros o avatares que vienen al mundo para brillar como antorchas en medio de la más densa oscuridad. Son ellos hombres y mujeres que destacan y sobresalen por su profunda comprensión de la vida, del universo, de la naturaleza humana y de la Divinidad, los cuales dejan un legado que permanece para siempre en la conciencia colectiva y, muy especialmente, en los corazones de quienes creen en ellos y se esfuerzan por vivir conforme a sus enseñanzas.

Jesús de Nazaret es, sin duda, uno de ellos; tal vez el más grande, eso no lo sé. Lo que sí sé es que la influencia de su obra y enseñanza ha sido decisiva en la formación de la cultura e identidad de muchos pueblos del mundo, entre ellos el nuestro. Él, considerado por muchos como el Cristo, el Mesías prometido por los profetas hebreos es, haciendo a un lado las teorías religiosas que rondan alrededor de su persona, un personaje fascinante que nos reta a vivir intensamente la vida sobre la más sólida de las bases: el amor.

Y es que más que dogmas, los cuales son por su naturaleza excluyentes y sectarios, el Nazareno enseñó, con palabras y acciones, principios universales que son aplicables en cualquier tiempo y contexto. Y esos principios, estimado lector, pueden transformar la vida de quien decide apropiárselos y vivirlos.

Jesús supo sobreponerse a sus temores y limitaciones y decidió ser diferente, a nadar en contra de la corriente, aún cuando eso le costara la vida. Detestaba las apariencias y confrontaba tenazmente a los hipócritas porque entendió que lo que importa, lo verdaderamente trascendente, es lo que hay en el interior de cada uno de los seres humanos.

La solidaridad y la compasión eran fundamentales en su trato con los demás. Todo aquel que necesitaba algo de él era recibido y atendido y nadie se marchaba con las manos vacías. Alimentó a las multitudes porque sabía que lo que se comparte se multiplica y que si todos somos hermanos, tenemos el deber moral de velar los unos por los otros y de hacer lo posible por aliviar las carencias de los demás. Él, con una admirable sensibilidad, detectaba las necesidades espirituales, mentales y materiales de quienes le rodeaban y estaba en todo momento presto para tenderles la mano.

En una sociedad absurdamente machista se rodeó de mujeres que le amaban porque las consideraba con la misma dignidad y valor que a los hombres y no como objetos ni como seres de segunda. Basta recordar a la mujer a la que libró de ser lapidada gracias a su sapientísima frase: “Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Con justa razón fueron ellas, las mujeres, las que le acompañaron en sus peores momentos, hasta su muerte en la cruz. Sí, él fue, adelantándose a su tiempo, un feminista en el mejor sentido de la palabra.

Jesús enseñó valores como el respeto y la tolerancia. Cuando alguien decidía no seguirle, simplemente le amaba y le dejaba ir en paz. Cuando un centurión romano le suplicó que sanara a su sirviente, él lo hizo sin cuestionar el tipo de relación que aquellos dos hombres sostenían. Porque la palabra que se traduce como siervo o criado en el relato es el vocablo griego pais, que se refiere literalmente a un compañero sexual. Con su actitud mostró que la dignidad de la persona está por encima de cualquier cosa.

Para Jesús todos somos hijos del mismo Padre, todos igualmente importantes. Por eso enseñó la importancia de tratar a los demás como nosotros deseamos ser tratados; si siguiéramos esta sencilla y poderosa enseñanza seguramente nuestras vidas serían mejores y más placenteras.

Pero lo más importante es que Jesús nos ha dado la clave para salir adelante y triunfar sin importar cuáles sean nuestras actuales circunstancias, y esa clave es la fe; sí, la fe en el Ser Supremo y en nosotros mismos. Por eso le digo a usted que me lee: ¡Ánimo! El Maestro, con su vida y su enseñanza nos ha señalado el camino de la victoria, un camino seguro y confiable. ¡Sigamos, pues, sus huellas con firmeza y sin temor!


Comunicólogo y sacerdote anglicano

Hay momentos específicos en la historia de la humanidad en los que se hace necesaria, por no decir indispensable, la presencia de maestros o avatares que vienen al mundo para brillar como antorchas en medio de la más densa oscuridad. Son ellos hombres y mujeres que destacan y sobresalen por su profunda comprensión de la vida, del universo, de la naturaleza humana y de la Divinidad, los cuales dejan un legado que permanece para siempre en la conciencia colectiva y, muy especialmente, en los corazones de quienes creen en ellos y se esfuerzan por vivir conforme a sus enseñanzas.

Jesús de Nazaret es, sin duda, uno de ellos; tal vez el más grande, eso no lo sé. Lo que sí sé es que la influencia de su obra y enseñanza ha sido decisiva en la formación de la cultura e identidad de muchos pueblos del mundo, entre ellos el nuestro. Él, considerado por muchos como el Cristo, el Mesías prometido por los profetas hebreos es, haciendo a un lado las teorías religiosas que rondan alrededor de su persona, un personaje fascinante que nos reta a vivir intensamente la vida sobre la más sólida de las bases: el amor.

Y es que más que dogmas, los cuales son por su naturaleza excluyentes y sectarios, el Nazareno enseñó, con palabras y acciones, principios universales que son aplicables en cualquier tiempo y contexto. Y esos principios, estimado lector, pueden transformar la vida de quien decide apropiárselos y vivirlos.

Jesús supo sobreponerse a sus temores y limitaciones y decidió ser diferente, a nadar en contra de la corriente, aún cuando eso le costara la vida. Detestaba las apariencias y confrontaba tenazmente a los hipócritas porque entendió que lo que importa, lo verdaderamente trascendente, es lo que hay en el interior de cada uno de los seres humanos.

La solidaridad y la compasión eran fundamentales en su trato con los demás. Todo aquel que necesitaba algo de él era recibido y atendido y nadie se marchaba con las manos vacías. Alimentó a las multitudes porque sabía que lo que se comparte se multiplica y que si todos somos hermanos, tenemos el deber moral de velar los unos por los otros y de hacer lo posible por aliviar las carencias de los demás. Él, con una admirable sensibilidad, detectaba las necesidades espirituales, mentales y materiales de quienes le rodeaban y estaba en todo momento presto para tenderles la mano.

En una sociedad absurdamente machista se rodeó de mujeres que le amaban porque las consideraba con la misma dignidad y valor que a los hombres y no como objetos ni como seres de segunda. Basta recordar a la mujer a la que libró de ser lapidada gracias a su sapientísima frase: “Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Con justa razón fueron ellas, las mujeres, las que le acompañaron en sus peores momentos, hasta su muerte en la cruz. Sí, él fue, adelantándose a su tiempo, un feminista en el mejor sentido de la palabra.

Jesús enseñó valores como el respeto y la tolerancia. Cuando alguien decidía no seguirle, simplemente le amaba y le dejaba ir en paz. Cuando un centurión romano le suplicó que sanara a su sirviente, él lo hizo sin cuestionar el tipo de relación que aquellos dos hombres sostenían. Porque la palabra que se traduce como siervo o criado en el relato es el vocablo griego pais, que se refiere literalmente a un compañero sexual. Con su actitud mostró que la dignidad de la persona está por encima de cualquier cosa.

Para Jesús todos somos hijos del mismo Padre, todos igualmente importantes. Por eso enseñó la importancia de tratar a los demás como nosotros deseamos ser tratados; si siguiéramos esta sencilla y poderosa enseñanza seguramente nuestras vidas serían mejores y más placenteras.

Pero lo más importante es que Jesús nos ha dado la clave para salir adelante y triunfar sin importar cuáles sean nuestras actuales circunstancias, y esa clave es la fe; sí, la fe en el Ser Supremo y en nosotros mismos. Por eso le digo a usted que me lee: ¡Ánimo! El Maestro, con su vida y su enseñanza nos ha señalado el camino de la victoria, un camino seguro y confiable. ¡Sigamos, pues, sus huellas con firmeza y sin temor!


Comunicólogo y sacerdote anglicano