/ sábado 3 de febrero de 2018

Ciudad sin límites

Joel Hernández hace una oda a la Ciudad de México

“De la famosa México el asiento.

Origen, y grandeza de edificios.

Caballos, calles, trato, cumplimiento.

Letras, virtudes, variedad de oficios.

Regalos, ocasiones de contento.

Primavera inmortal, y sus indicios.

Gobierno ilustre, religión y estado.

Todo en este discurso está cifrado.”

 

Bernardo de Balbuena

 

La Ciudad de México es bochornosa, agobiante, intransigente, peligrosa y malhumorada; es maloliente y curiosa; es la calle oscura y tenebrosa, es el navío cargado de…; es el periférico inaudito en horas pico, es los segundos pisos insospechados, es el Metro calamidad intransigente; es el transporte que no transporta, es la mirada fuerte y agresiva, es el “¿qué me ves?” como también es la sonrisa del “buenos días” con la escoba en la mano, es el atolito caliente, es la guajolota nuestra de cada día, es su gobierno mentiroso y evasivo.

Y es el refugio de nuestros pesares y nuestras alegrías. Es nuestra casa. La casa de todos. La de quienes quieran asentarse aquí. El santuario. El sol que mira de frente “y no de hito en hito, como en otras partes”. Es la convivencia de diez, quince, veinte millones de seres humanos que nacen, crecen, se reproducen y siguen ahí aunque ya no estén, como la Llorona, de la etapa Colonial, que aún grita “¡Ay mis hijos!, ¿qué será de mis hijos?”

Es el sueño que tuvimos de una vida mejor los que venimos de todos los horizontes. Es el trabajo diario. La carrera. El darlo todo por casi nada. Es las tardes en solitario y las mañanas que cantaba el Rey David. Es la Ciudad más hermosa del mundo porque es la nuestra y porque es la única que de veras nos pertenece  a todos los mexicanos al grito de guerra.

Por sus calles ha pasado toda la historia del país. Por las calles que construyeron sus padres fundadores mexicas en 1325 para ser el ombligo de la luna pasaron también los conquistadores españoles que vinieron a fundirse, como el metal que perseguían, para hacer una raza nueva y cósmica que dijera Vasconcelos.

Y aquí se sorprendieron Cortés y Bernal Díaz del Castillo a la vista de una ciudad maravillosa: “… Aquello parecía un cuento extraído de algún libro de caballería: grandes templos y edificios, muchos de ellos dentro del agua, palacios, oro, flores, multitudes saludándolos, todo un sueño jamás imaginado” y “Parecía a las casas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís.”

Por aquí transitaron virreyes y virreinas, clérigos y monjas, españoles, criollos, mestizos; desde aquí se habló de Independencia en La Profesa, y por aquí anduvieron Los Guadalupe, la secta de apoyo independentista que arriesgaba todo por el ideal de gobierno propio; lo mismo se erigieron dos imperios, lo mismo conservadores y liberales; lo mismo libertades acotadas como libertades conseguidas.

La Ciudad de México irradió leyes y derechos para todo el país, el que nos fue quedando. Y por aquí anduvieron los hombres de la Revolución y quienes querían mantener el antiguo régimen. Desde el Palacio Nacional se gritó la expropiación petrolera en 1938 y esta Ciudad fue testigo  de la maldad inaudita de gobiernos indignos y represores en 1958, 1968, 1971 y más días aciagos.

De todo aquí. En esta Ciudad de México que no pasa desapercibida para el mundo, ni para la historia. A ella, como personaje y como musa, los grandes del pensamiento y el arte han dedicado páginas, obras, reproches, pensamientos y al final de cuentas el hechizo de una ciudad que como la tía buena todo lo ve, todo lo sabe y todo lo perdona.

De ella escribieron los conquistadores en sus crónicas de conquista; luego escribieron clérigos y burócratas virreinales. Pero solo algunos ejemplos podrán describir lo que ha sido esta Ciudad de México para quienes la han visto con ojos azorados y cariñosos, como es que ha sido.

 

LA GRANDEZA MEXICANA

Bernardo de Balbuena escribió uno de los grandes poemas épicos cuyo estilo barroco, tiene orígenes en el Renacimiento italiano. Es un poema escrito para una dama, a la que el tal Bernardo, con todo y lo clérigo que sería, miraba con buenos ojos y a quien describió como “Dulce regalo de mi pensamiento” –ejem-.

Ella se llamaba Isabel de Tobar y Guzmán. Por 1602 había quedado viuda y su único hijo ingresaría a la Compañía de Jesús, por tanto decidió que se trasladaría de San Miguel de Culiacán a la Ciudad de México. Balbuena haría un viaje antes y por esto le encargó que le hiciera “un perfectísimo retrato” de esta capital.

La estancia de Balbuena aquí duró dos años, así que al término de este periodo envió al “Dulce regalo…” otro regalo, ni más ni menos que una de las obras fundamentales de la literatura mexicana (a pesar de que Balbuena había nacido en España en 1562 pero pasó parte importante de su vida en la capital de la Nueva España.)

Es una apología de lo que vio durante su estancia aquí. Es un retrato si se quiere excesivo pero emocionado por la grandeza de esta México. Es un libro-epístola con casi dos mil versos en los que describe al detalle los aires transparentes que envolvían a esta ciudad-capital.

En marzo de 1803 llegó a Nueva España Alexander von Humboldt, el científico y viajero prusiano que a sus 33 años ya había recorrido medio mundo –incluida Sudamérica- y quien escrituró su emoción al encontrarse con la Joya de la Corona: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”. Esto era el Anáhuac; la capital de la Nueva España; la Ciudad de México.

En su “Ensayo político sobre el reino de la Nueva España” agrega: “…la grande reverberación de los rayos solares producida por la enorme masa de cordilleras y la alta planicie que es, en extensión y en altura, la mayor del mundo.”

Y precisamente la frase es utilizada luego por don Alfonso Reyes como epígrafe a su libro Visión de Anáhuac en el que despliega una visión universal de la geografía y la poesía de las culturas originales del altiplano. No es una visión sentimental, que si orgullosa del origen, pero sobre todo mira hacia el futuro de lo que era y sería el eje central de México.

Luego, en 1957, en un debate sobre el origen de la frase, Reyes extiende su visión de Anáhuac y precisaría: “…Pudiéramos, sin hipérbole, escribir a la entrada de nuestra alta llanura central: Caminante: has llegado a la región más propicia para vagar libre del espíritu. Caminante: has llegado a la región más transparente del aire”. ¡Qué tal… chingón don Alfonso ¿no?

Y, bueno. Precisamente esta misma frase da el nombre a la primera novela de Carlos Fuentes primeramente publicada en 1958 por el Fondo de Cultura Económica: La región más transparente. Y es que según el autor, ya otros –sobre todo Juan Rulfo—habían escrito sobre el México postrevolucionario, sobre el campo mexicano y sus intimidades corrosivas.

Por tanto decidió hacer una obra urbana, una obra sobre la ciudad de México. Su percepción y su vocación por ella. Una obra sobre la Ciudad de México a mediados y finales de los cincuenta.

Describe a una ciudad que lo mismo abraza como destruye. Una novela coral en la que desfilan los aristócratas, la clase media oscilante, toreros, periodistas, filósofos, obreros, prostitutas y todos juntos. Sus calles. Sus angustias. El temor siempre presente en el mexicano, los odios y las verdades: todo ahí cifrado en el libro de Fuentes que es, a fin de cuentas un retrato amoroso de la capital de México en el que se da tiempo para la conmiseración y el reclamo cuando al final del libro concluye:

“Piensa que lo tuvieron todo; es como si mañana tú…  Si no se salvan los mexicanos, no se salva nadie – por cada mexicano que murió en vano, sacrificado, hay un mexicano responsable… Dime Juan ¿para qué venimos a dar aquí?” (…) “Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire”. Concluye Fuentes.

Muchas diatribas. Muchos elogios. Esto es la Ciudad de México, nunca desapercibida, siempre total y presente, a la misma que vinieron viajeros extranjeros y la describieron de pe a pa. Ya DH Lawrence en su Serpiente emplumada y su aberración por el gusto de los mexicanos de entonces por las corridas de toros o sus Mañanas de México; o Jack Kerouac y su terrible poema-jazz Mexico city blues de 1955, o Malcom Lowry, o Katherine Ann Porter, o Graham Greene.

Otros mexicanos han hecho de la Ciudad de México su personaje y su musa: en el cine por ejemplo la gran Distinto Amanecer clásica del cine mexicano dirigida por Julio Bracho en 1943 en la que el personaje principal de la obra es la Ciudad de México: sus claroscuros, sus agresiones y su envolvente protección.

Como también en la música. Tantas veces cantada, como cuando Chava Flores, el cronista musical de esta ciudad describió las vecindades, las calles, los modos de hablar, las emociones y las alegrías casi a la par de otro clásico urbano: La familia Burrón o en las obras pictóricas de Diego Rivera como su Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. O como cuando Eduardo Salamonovitz, con Guadalupe Trigo, la describen como “…es chinampa en un lago escondido” y “reguilete que engaña la vista al  girar…”

Hoy poco se le canta, como antes. Poco se escuchan sus murmullos y sus consejas. Como el Ixtepec de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, en el que es el pueblo el que cuenta su historia.  Es la Ciudad de México la que quiere hablar con nosotros.

Así falta que nos demos tiempo, los que aquí nos tocó vivir, para escucharla; para recordar su grandeza mexicana; su visión de Anáhuac; su “¡Ay mis hijos!, ¿qué será de mis hijos?”.

Porque por encima de los reproches esta casa es nuestra casa y es la casa de puertas abiertas para el que quiera descansar en ella, y porque es nuestro refugio y nuestro santuario y porque aquí están enterrados nuestros sueños y nuestros pesares y la sombra de nuestros padres y la sombra de nuestros hijos, porque es la ciudad que nos dio cobijo a los peregrinos y la que es y será “la cuna de un niño dormido…”.

 

jhsantiago@prodigy.net.mx

“De la famosa México el asiento.

Origen, y grandeza de edificios.

Caballos, calles, trato, cumplimiento.

Letras, virtudes, variedad de oficios.

Regalos, ocasiones de contento.

Primavera inmortal, y sus indicios.

Gobierno ilustre, religión y estado.

Todo en este discurso está cifrado.”

 

Bernardo de Balbuena

 

La Ciudad de México es bochornosa, agobiante, intransigente, peligrosa y malhumorada; es maloliente y curiosa; es la calle oscura y tenebrosa, es el navío cargado de…; es el periférico inaudito en horas pico, es los segundos pisos insospechados, es el Metro calamidad intransigente; es el transporte que no transporta, es la mirada fuerte y agresiva, es el “¿qué me ves?” como también es la sonrisa del “buenos días” con la escoba en la mano, es el atolito caliente, es la guajolota nuestra de cada día, es su gobierno mentiroso y evasivo.

Y es el refugio de nuestros pesares y nuestras alegrías. Es nuestra casa. La casa de todos. La de quienes quieran asentarse aquí. El santuario. El sol que mira de frente “y no de hito en hito, como en otras partes”. Es la convivencia de diez, quince, veinte millones de seres humanos que nacen, crecen, se reproducen y siguen ahí aunque ya no estén, como la Llorona, de la etapa Colonial, que aún grita “¡Ay mis hijos!, ¿qué será de mis hijos?”

Es el sueño que tuvimos de una vida mejor los que venimos de todos los horizontes. Es el trabajo diario. La carrera. El darlo todo por casi nada. Es las tardes en solitario y las mañanas que cantaba el Rey David. Es la Ciudad más hermosa del mundo porque es la nuestra y porque es la única que de veras nos pertenece  a todos los mexicanos al grito de guerra.

Por sus calles ha pasado toda la historia del país. Por las calles que construyeron sus padres fundadores mexicas en 1325 para ser el ombligo de la luna pasaron también los conquistadores españoles que vinieron a fundirse, como el metal que perseguían, para hacer una raza nueva y cósmica que dijera Vasconcelos.

Y aquí se sorprendieron Cortés y Bernal Díaz del Castillo a la vista de una ciudad maravillosa: “… Aquello parecía un cuento extraído de algún libro de caballería: grandes templos y edificios, muchos de ellos dentro del agua, palacios, oro, flores, multitudes saludándolos, todo un sueño jamás imaginado” y “Parecía a las casas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís.”

Por aquí transitaron virreyes y virreinas, clérigos y monjas, españoles, criollos, mestizos; desde aquí se habló de Independencia en La Profesa, y por aquí anduvieron Los Guadalupe, la secta de apoyo independentista que arriesgaba todo por el ideal de gobierno propio; lo mismo se erigieron dos imperios, lo mismo conservadores y liberales; lo mismo libertades acotadas como libertades conseguidas.

La Ciudad de México irradió leyes y derechos para todo el país, el que nos fue quedando. Y por aquí anduvieron los hombres de la Revolución y quienes querían mantener el antiguo régimen. Desde el Palacio Nacional se gritó la expropiación petrolera en 1938 y esta Ciudad fue testigo  de la maldad inaudita de gobiernos indignos y represores en 1958, 1968, 1971 y más días aciagos.

De todo aquí. En esta Ciudad de México que no pasa desapercibida para el mundo, ni para la historia. A ella, como personaje y como musa, los grandes del pensamiento y el arte han dedicado páginas, obras, reproches, pensamientos y al final de cuentas el hechizo de una ciudad que como la tía buena todo lo ve, todo lo sabe y todo lo perdona.

De ella escribieron los conquistadores en sus crónicas de conquista; luego escribieron clérigos y burócratas virreinales. Pero solo algunos ejemplos podrán describir lo que ha sido esta Ciudad de México para quienes la han visto con ojos azorados y cariñosos, como es que ha sido.

 

LA GRANDEZA MEXICANA

Bernardo de Balbuena escribió uno de los grandes poemas épicos cuyo estilo barroco, tiene orígenes en el Renacimiento italiano. Es un poema escrito para una dama, a la que el tal Bernardo, con todo y lo clérigo que sería, miraba con buenos ojos y a quien describió como “Dulce regalo de mi pensamiento” –ejem-.

Ella se llamaba Isabel de Tobar y Guzmán. Por 1602 había quedado viuda y su único hijo ingresaría a la Compañía de Jesús, por tanto decidió que se trasladaría de San Miguel de Culiacán a la Ciudad de México. Balbuena haría un viaje antes y por esto le encargó que le hiciera “un perfectísimo retrato” de esta capital.

La estancia de Balbuena aquí duró dos años, así que al término de este periodo envió al “Dulce regalo…” otro regalo, ni más ni menos que una de las obras fundamentales de la literatura mexicana (a pesar de que Balbuena había nacido en España en 1562 pero pasó parte importante de su vida en la capital de la Nueva España.)

Es una apología de lo que vio durante su estancia aquí. Es un retrato si se quiere excesivo pero emocionado por la grandeza de esta México. Es un libro-epístola con casi dos mil versos en los que describe al detalle los aires transparentes que envolvían a esta ciudad-capital.

En marzo de 1803 llegó a Nueva España Alexander von Humboldt, el científico y viajero prusiano que a sus 33 años ya había recorrido medio mundo –incluida Sudamérica- y quien escrituró su emoción al encontrarse con la Joya de la Corona: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”. Esto era el Anáhuac; la capital de la Nueva España; la Ciudad de México.

En su “Ensayo político sobre el reino de la Nueva España” agrega: “…la grande reverberación de los rayos solares producida por la enorme masa de cordilleras y la alta planicie que es, en extensión y en altura, la mayor del mundo.”

Y precisamente la frase es utilizada luego por don Alfonso Reyes como epígrafe a su libro Visión de Anáhuac en el que despliega una visión universal de la geografía y la poesía de las culturas originales del altiplano. No es una visión sentimental, que si orgullosa del origen, pero sobre todo mira hacia el futuro de lo que era y sería el eje central de México.

Luego, en 1957, en un debate sobre el origen de la frase, Reyes extiende su visión de Anáhuac y precisaría: “…Pudiéramos, sin hipérbole, escribir a la entrada de nuestra alta llanura central: Caminante: has llegado a la región más propicia para vagar libre del espíritu. Caminante: has llegado a la región más transparente del aire”. ¡Qué tal… chingón don Alfonso ¿no?

Y, bueno. Precisamente esta misma frase da el nombre a la primera novela de Carlos Fuentes primeramente publicada en 1958 por el Fondo de Cultura Económica: La región más transparente. Y es que según el autor, ya otros –sobre todo Juan Rulfo—habían escrito sobre el México postrevolucionario, sobre el campo mexicano y sus intimidades corrosivas.

Por tanto decidió hacer una obra urbana, una obra sobre la ciudad de México. Su percepción y su vocación por ella. Una obra sobre la Ciudad de México a mediados y finales de los cincuenta.

Describe a una ciudad que lo mismo abraza como destruye. Una novela coral en la que desfilan los aristócratas, la clase media oscilante, toreros, periodistas, filósofos, obreros, prostitutas y todos juntos. Sus calles. Sus angustias. El temor siempre presente en el mexicano, los odios y las verdades: todo ahí cifrado en el libro de Fuentes que es, a fin de cuentas un retrato amoroso de la capital de México en el que se da tiempo para la conmiseración y el reclamo cuando al final del libro concluye:

“Piensa que lo tuvieron todo; es como si mañana tú…  Si no se salvan los mexicanos, no se salva nadie – por cada mexicano que murió en vano, sacrificado, hay un mexicano responsable… Dime Juan ¿para qué venimos a dar aquí?” (…) “Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire”. Concluye Fuentes.

Muchas diatribas. Muchos elogios. Esto es la Ciudad de México, nunca desapercibida, siempre total y presente, a la misma que vinieron viajeros extranjeros y la describieron de pe a pa. Ya DH Lawrence en su Serpiente emplumada y su aberración por el gusto de los mexicanos de entonces por las corridas de toros o sus Mañanas de México; o Jack Kerouac y su terrible poema-jazz Mexico city blues de 1955, o Malcom Lowry, o Katherine Ann Porter, o Graham Greene.

Otros mexicanos han hecho de la Ciudad de México su personaje y su musa: en el cine por ejemplo la gran Distinto Amanecer clásica del cine mexicano dirigida por Julio Bracho en 1943 en la que el personaje principal de la obra es la Ciudad de México: sus claroscuros, sus agresiones y su envolvente protección.

Como también en la música. Tantas veces cantada, como cuando Chava Flores, el cronista musical de esta ciudad describió las vecindades, las calles, los modos de hablar, las emociones y las alegrías casi a la par de otro clásico urbano: La familia Burrón o en las obras pictóricas de Diego Rivera como su Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. O como cuando Eduardo Salamonovitz, con Guadalupe Trigo, la describen como “…es chinampa en un lago escondido” y “reguilete que engaña la vista al  girar…”

Hoy poco se le canta, como antes. Poco se escuchan sus murmullos y sus consejas. Como el Ixtepec de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, en el que es el pueblo el que cuenta su historia.  Es la Ciudad de México la que quiere hablar con nosotros.

Así falta que nos demos tiempo, los que aquí nos tocó vivir, para escucharla; para recordar su grandeza mexicana; su visión de Anáhuac; su “¡Ay mis hijos!, ¿qué será de mis hijos?”.

Porque por encima de los reproches esta casa es nuestra casa y es la casa de puertas abiertas para el que quiera descansar en ella, y porque es nuestro refugio y nuestro santuario y porque aquí están enterrados nuestros sueños y nuestros pesares y la sombra de nuestros padres y la sombra de nuestros hijos, porque es la ciudad que nos dio cobijo a los peregrinos y la que es y será “la cuna de un niño dormido…”.

 

jhsantiago@prodigy.net.mx

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