Cuento: La mujer de azul

José Luis Ramos Ramírez / Colaboración especial

  · sábado 21 de septiembre de 2024

Foto: Cortesía / Alba Tzuyuki Flores Romero

Me detengo un instante para elegir la caja registradora donde voy a pagar la despensa. Son cinco espacios de cobro instalados en el pequeño centro comercial, pero sólo tres están en servicio. En el primero está un cliente rechoncho con grandes cajas de diferentes tipos de cereal, de seguro son para un colegio. Las dos personas que lo acompañan denotan fastidio. Portan un mismo vestuario con gafetes desgastados colgando del cuello. En la segunda fila hay tres consumidores de distinta edad empujando dos carritos metálicos con abundantes productos. Contabilizo mentalmente el posible tiempo en que llegaría mi turno. Situaciones que condicionan mi decisión por la tercera caja, ocupada por un solo comprador que carga una bolsa grande de pan llamado torta de agua, tradicional de la localidad.

Elegí la posibilidad de un servicio rápido de cobro; sin embargo, como ha ocurrido en repetidas ocasiones, el tiempo de espera se vuelve eterno. Ahora, el problema radica en que el ticket pegado a la bolsa de pan marca una cantidad indebida, por lo que es necesario corregir el monto en el equipo electrónico. Para tal operación se acerca una mujer de negro, teclea un código, vuelve a digitar el tipo de producto y finalmente aparece el precio correcto en la pantalla. Siento molestia por esta ligera espera, pero me tranquilizo al ver que se resolvió relativamente pronto.

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Entonces, el señor al escuchar el monto total entrega un billete de 500 pesos, por lo que la cajera le pregunta si no trae la cantidad indicada. El hombre muestra incomodidad y sólo niega con la cabeza, obligando a que la señorita solicite apoyo de nueva cuenta. Aprieta un botón rojo situado en la parte baja del mostrador, a la altura de su cintura. De inmediato se acerca la mujer joven, vestida de negro, de mediana edad, con un puño de llaves en la mano. Sin mediar palabra alguna entre ellas, sólo con un intercambio de miradas, toma el dinero y se aleja del lugar. Regresa unos instantes después con varios billetes de baja denominación.

Mientras ocurre este evento, observo que en las otras cajas el acto de cobrar es rápido, siguen avanzando las filas de clientes. Empiezo a dar unos ligeros golpes en la barra superior del carrito anaranjado. Estiro el cuello, muevo los brazos, cambio de pie de apoyo, volteo para un lado, para otro; aprieto la mandíbula, finalmente prefiero cambiar la estrategia de espera y oriento la mirada hacia la cajera. Joven de tez blanca, de aproximadamente treinta años, discreta en su arreglo. Guardó un tubito de crema de cacao, útil para la resequedad de los labios. Con una línea oscura y delgada en el párpado superior, a pesar de los diminutos grumos de rímel en las pestañas, logra resaltar el color de sus ojos. Al igual que sus compañeras, trae puesto el uniforme, compuesto por un pantalón y un chaleco azul marino con el logo de la empresa y una frase de marketing: “Lo esperamos de nuevo en su tienda”. Las uñas de las manos están recortadas, evitando emplear barniz, siendo muy prácticas para su actividad digital y manipular los distintos productos de venta. Pero lo distintivo es su calzado, de piso, de color negro, bien lustrado, que no logra disimular el deterioro por el tiempo de uso. Artículo de vestir que retrata de inmediato a la portadora. La joven cajera que proviene de una familia humilde, su arreglo discreto expresa un cuidado personal económico. Los aretes dorados simulan flores, comprados por mayoreo, amparan una ligera coquetería. No trae puesto ningún tipo de anillo, ¿será madre soltera?, ¿vivirá con sus padres a quienes mantiene?, ¿cuál es su historia?

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De pronto, al sentir mi escaneo voltea a verme, brota un ligero parpadeo que denota turbación, incomodidad de ser observada, ante la posibilidad de ser descubierta su vida privada. De inmediato se repone, cambia su semblante, adopta una postura firme y segura con la que acalla el ruido mercantil. Deja escapar una ligera y delicada sonrisa que apacigua el malestar de la tardanza. La luminosidad de sus ojos modifica el compás del tiempo. Quedo encandilado al azul de su mirada y apenas susurro para mis adentros: bien valió la pena esperar.