Si les preguntas a tus abuelos sobre los medios de transporte del pasado en Tlaxcala es muy probable que recuerden los trenes de pasajeros, los primeros camiones y ¡las avionetas!
Cuenta el sacerdote e historiador Luis Nava Rodríguez en su libro Historia de Apizaco que, en 1934 autoridades civiles y militares, encabezadas por el entonces gobernador de Tlaxcala Adolfo Bonilla, inauguraron un campo de aviación en Apizaco. El tramo comprendido por este espacio, innovador para su época, abarcó lo que hoy son las calles 2 de abril e Ignacio Zaragoza hasta llegar al panteón municipal.
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En aquel emotivo día inaugural participaron varios aviones con espectaculares vuelos y piruetas aéreas mientras arrojaban bombas de polvo blanco componiendo atractivas formas para deleite de la concurrencia.
Como acto culminante de la ceremonia, un hábil aviador efectuó un arriesgado salto en paracaídas, desafortunadamente el fuerte aire de Apizaco lo condujo hasta la punta de un maguey ocasionándole heridas de gravedad. El Dr. Antonio Ramírez Salado, quien presenciaba el espectáculo, lo trasladó a su sanatorio donde el volador se recuperó satisfactoriamente, según la crónica de Aquí Xicohténcatl.
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Los días en el campo de aviación estaban dotados de enorme emoción para los pobladores de aquel entonces, por lo que durante algunos meses se mantuvo como un centro turístico muy aclamado. Su principal atracción eran las avionetas que realizaban viajes cortos alrededor de Apizaco y ciudades cercanas como Huamantla. El costo era de cinco pesos por persona.
Las aventuras de “El Calcetín Eterno”, como se llamaba una de las avionetas, acabaron cuando su propietario, el ingeniero Moisan, se desplomó mientras probaba una nueva hélice. El terrible accidente provocó la muerte del piloto y la clausura definitiva del campo.
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Esta breve reseña histórica quedó inmortalizada en la parte inferior del mural realizado por el artista Asael García Juárez dentro del Museo Casa de Piedra en la ciudad rielera, donde se observan dos avionetas rojas en un amplio campo verde sitiado por los magueyes que protagonizaron la anécdota.
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