/ jueves 4 de julio de 2024

¡Nuestra madre tierra!...

¡Nuestra madre común es la madre tierra! En este bello rincón cósmico, sin paralelo que conozcamos. Sin par en la galaxia donde existen trecientos mil millones de estrellas —aunque nadie las ha contado. Con seguridad, nada sabemos de otras civilizaciones estelares. Petulantes como somos, engreídos, soberbios, codiciosos, nos hemos arrogado el derecho de creernos dueños de este mundo.

Son las culturas originarias quienes mantienen la diáfana idea de que nosotros pertenecemos, que somos sus criaturas, producto de su naturaleza y, por tanto, de ella dependemos; nuestro existir biológico resulta de la misma; pero no somos amos y señores de ella. En Sudamérica se dice que es “la Pacha Mama” —es decir— la madre tierra.

En Oaxaca los pueblos originarios no toman un trago de mezcal si no derraman antes un poco en la tierra, ya que así solicitan el permiso para beber el resto. Hace cientos de miles de años la evolución nos condujo desde ser arborícolas primates, hasta lo que ahora somos, con la certeza de que, si sobrevivimos, ese lapso es porque la naturaleza nos brindó comida, bebida, hábitat, oportunidad de evolución y materias primas para llegar a lo que pomposamente llamamos “civilización”.

Pero no perdamos la brújula, los humanos somos propiedad de la tierra, ella es nuestra madre. Aunque mercaderes y codiciosos que somos, creemos que la tierra es nuestra. Fue mediante la posesión que surgió la idea de la propiedad privada, para asegurar la estancia de quien en ella habite.

Ahora, en esta etapa superior del neoliberalismo mercantilista no solo ambicionamos la propiedad para habitarla y cultivarla, más aún en el absurdo, la hemos convertimos en mercancía; el mercado la ha acomodado en los estantes de la oferta y la demanda. Lo mismo ha sucedido con el agua. Que es elemento vital. Pero ahora, tierra y agua, son la codicia de los poderosos.

En esos afanes mercantiles, hemos desgajado en lotes la superficie del planeta y con ella comerciamos, especulamos, elevamos su costo, nos enriquecemos con la necesidad de los demás. Algunos ambiciosos, se adueñan de bastas superficies, cercenando girones de ella, en un proceder absolutamente irracional. ¿Por qué nos adueñamos de lo que nuestro no es? ¿Por qué rasgamos la superficie de nuestra madre tierra, creyéndonos de ella propietarios? Todo por nuestros afanes de acumulación de riqueza. Irónicamente, como cadáveres, regresaremos a ella y solo ocuparemos dos metros y medio de superficie.

El tema del agua es aún más dramático. Este año de sequía —por suerte llegaron las lluvias— miramos con angustia que caudales, lagunas y vasos de almacenamiento se estaban secando; agua y minerales integran nuestro cuerpo; la necesitamos a diario tanto humanos como plantas y animales. ¡Pero ahora es mercancía! —cuánta de ella desperdiciamos en envases que no se consumen al cien.

Irrita socialmente conocer que Conagua es la operadora de una ley legislada por representantes “populares”, que solo pensaron en la billetiza que les tocó, ley diseñada a modo para el aprovechamiento de los gigantes del agua embotellada y las bebidas gaseosas; ellos sí, disponen de millones de litros; pagan cualquier cosa a la nación y al venderla embotellada se enriquecen brutalmente con la sed de los mexicanos y tlaxcaltecas. Esa realidad es un contrasentido.

Cierto, el Derecho muchas veces resulta una fórmula social de control, para preservar un estatus que solo a algunos conviene. Porque aquellos gigantes disponen de concesiones y pozos profundos y la gente del campo carece del agua para el riego.

Aquellos engordan miles y miles de puercos —como granjas Carroll— y estos no tienen una sola concesión. Hay razón para su rebeldía que ahora mantienen. En Chihuahua en 1908 y 1909, los rancheros se levantaron en armas por carecer de tierras. ¿Llevará a una situación similar carecer de agua? ¿Cómo garantizaremos a quienes nos precedan que tengan el agua suficiente? ¿Quién pondrá en la cárcel a quienes tal aberración aprobaron?

Los campesinos en rebeldía están perforando pozos sin autorización; no la quieren para vender, es su derecho a la vida. Son garantías de la Carta Magna mexicana. Los constituyentes del diecisiete avizoraron que la riqueza natural es para todos y por eso la elevaron a derechos supremos. Pero no han faltado también ladrones supremos que regalen al extranjero lo que es de esta patria nuestra y de los mexicanos. Entendamos de una vez ¡nosotros somos hijos de la tierra y no dueños de ella! ¡Preservar a nuestra madre tierra es comportarnos como buenos hijos de ella!


¡Nuestra madre común es la madre tierra! En este bello rincón cósmico, sin paralelo que conozcamos. Sin par en la galaxia donde existen trecientos mil millones de estrellas —aunque nadie las ha contado. Con seguridad, nada sabemos de otras civilizaciones estelares. Petulantes como somos, engreídos, soberbios, codiciosos, nos hemos arrogado el derecho de creernos dueños de este mundo.

Son las culturas originarias quienes mantienen la diáfana idea de que nosotros pertenecemos, que somos sus criaturas, producto de su naturaleza y, por tanto, de ella dependemos; nuestro existir biológico resulta de la misma; pero no somos amos y señores de ella. En Sudamérica se dice que es “la Pacha Mama” —es decir— la madre tierra.

En Oaxaca los pueblos originarios no toman un trago de mezcal si no derraman antes un poco en la tierra, ya que así solicitan el permiso para beber el resto. Hace cientos de miles de años la evolución nos condujo desde ser arborícolas primates, hasta lo que ahora somos, con la certeza de que, si sobrevivimos, ese lapso es porque la naturaleza nos brindó comida, bebida, hábitat, oportunidad de evolución y materias primas para llegar a lo que pomposamente llamamos “civilización”.

Pero no perdamos la brújula, los humanos somos propiedad de la tierra, ella es nuestra madre. Aunque mercaderes y codiciosos que somos, creemos que la tierra es nuestra. Fue mediante la posesión que surgió la idea de la propiedad privada, para asegurar la estancia de quien en ella habite.

Ahora, en esta etapa superior del neoliberalismo mercantilista no solo ambicionamos la propiedad para habitarla y cultivarla, más aún en el absurdo, la hemos convertimos en mercancía; el mercado la ha acomodado en los estantes de la oferta y la demanda. Lo mismo ha sucedido con el agua. Que es elemento vital. Pero ahora, tierra y agua, son la codicia de los poderosos.

En esos afanes mercantiles, hemos desgajado en lotes la superficie del planeta y con ella comerciamos, especulamos, elevamos su costo, nos enriquecemos con la necesidad de los demás. Algunos ambiciosos, se adueñan de bastas superficies, cercenando girones de ella, en un proceder absolutamente irracional. ¿Por qué nos adueñamos de lo que nuestro no es? ¿Por qué rasgamos la superficie de nuestra madre tierra, creyéndonos de ella propietarios? Todo por nuestros afanes de acumulación de riqueza. Irónicamente, como cadáveres, regresaremos a ella y solo ocuparemos dos metros y medio de superficie.

El tema del agua es aún más dramático. Este año de sequía —por suerte llegaron las lluvias— miramos con angustia que caudales, lagunas y vasos de almacenamiento se estaban secando; agua y minerales integran nuestro cuerpo; la necesitamos a diario tanto humanos como plantas y animales. ¡Pero ahora es mercancía! —cuánta de ella desperdiciamos en envases que no se consumen al cien.

Irrita socialmente conocer que Conagua es la operadora de una ley legislada por representantes “populares”, que solo pensaron en la billetiza que les tocó, ley diseñada a modo para el aprovechamiento de los gigantes del agua embotellada y las bebidas gaseosas; ellos sí, disponen de millones de litros; pagan cualquier cosa a la nación y al venderla embotellada se enriquecen brutalmente con la sed de los mexicanos y tlaxcaltecas. Esa realidad es un contrasentido.

Cierto, el Derecho muchas veces resulta una fórmula social de control, para preservar un estatus que solo a algunos conviene. Porque aquellos gigantes disponen de concesiones y pozos profundos y la gente del campo carece del agua para el riego.

Aquellos engordan miles y miles de puercos —como granjas Carroll— y estos no tienen una sola concesión. Hay razón para su rebeldía que ahora mantienen. En Chihuahua en 1908 y 1909, los rancheros se levantaron en armas por carecer de tierras. ¿Llevará a una situación similar carecer de agua? ¿Cómo garantizaremos a quienes nos precedan que tengan el agua suficiente? ¿Quién pondrá en la cárcel a quienes tal aberración aprobaron?

Los campesinos en rebeldía están perforando pozos sin autorización; no la quieren para vender, es su derecho a la vida. Son garantías de la Carta Magna mexicana. Los constituyentes del diecisiete avizoraron que la riqueza natural es para todos y por eso la elevaron a derechos supremos. Pero no han faltado también ladrones supremos que regalen al extranjero lo que es de esta patria nuestra y de los mexicanos. Entendamos de una vez ¡nosotros somos hijos de la tierra y no dueños de ella! ¡Preservar a nuestra madre tierra es comportarnos como buenos hijos de ella!