/ sábado 14 de septiembre de 2024

Relato: Entre flores y cruces

Vigilar un cementerio no es trabajo para cualquiera, hay que tener fuerza de voluntad para siquiera permanecer en este lugar el mayor tiempo posible, sin caer en la más profunda de las depresiones al contemplar los cientos de cruces y tumbas que alberga, para así mantener la paz y armonía de estos lugares sagrados y que la estadía de los vivos que vienen de visita sea la más reconfortante. Normalmente, mi turno empieza una vez que sale el sol y termina en la tarde noche, pues no me considero a mí mismo como alguien con una vida de noche.

Voy de tumba en tumba, pasando por el sagrario, los mausoleos, incluso por la bodega, asegurándome de que todo esté en su sitio, al mismo tiempo que contemplo las cruces de madera o de metal reluciente que son colocadas sobre los sepulcros a modo de amuleto para alejar las malas vibras, y los adornos florales extravagantes con su aroma tan irresistible, que es como una invitación a reposar sobre ellas para que me invada su dulzor. No me acerco demasiado a aquellos que visitan el cementerio, pues temo que mi mera presencia pueda perturbar esa paz y tranquilidad a la que se desea llegar.

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Mientras realizo mi jornada del día, miro a lo lejos cómo es que un nuevo huésped había llegado al cementerio. Una familia conformada por un padre, una madre, un abuelito, una abuelita, dos niños y otros dos hombres, entraron con un ataúd negro entre manos, y el llanto de aquella familia que cargaba en marcha fúnebre aquella caja, transmitía un aura de tristeza y melancolía absoluta. Observo a lo lejos cómo depositaban aquel ataúd en el hoyo en la tierra entre rezos y lágrimas. La madre era la que más sollozaba ante la pérdida, pues su llanto se podía escuchar por todo el cementerio. Con puño al aire le gritaba al cielo “Diosito, diosito mío, porque te llevaste a mi hijo”, mientras que el marido y los abuelitos la abrazaban para tratar de calmarla.

Era una escena muy desoladora para el alma. Surgió en mi interior una necesidad de ir hasta allá y tratar de calmar su dolor, me dirigí hacia ellos cautelosamente para no inquietarlos. Llegué hacia la madre de aquel difunto para tocar su hombro y tratar de consolarla, pero uno de los niños notó mi presencia y gritó “¡Un abejorro, tienes un abejorro negro en tu hombro!”

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En ese instante, aquella melancolía se transformó en gritos de horror, como si hubiesen visto alguna clase de fantasma o espectro. Los padres gritaban, al igual que los niños, quienes tomaron unas ramas del suelo e intentaron pegarme. Esquivé los ramazos lo más que pude, pero uno de esos logró darme con tremenda fuerza tumbándome al piso. Estando en el suelo, lastimado y moribundo, el abuelo intervino de inmediato para socorrerme, al igual que la abuelita, quienes regañaban a los niños por tal salvajada. “A los abejorros no se les pega, ayudan a las flores de los difuntos, y si le pegan a uno, otros llegarán en su rescate y los van a picar”, sabía que tal cosa no era cierta del todo, pero aquel anciano lo dijo para salvarme, me tomó entre sus manos y me puso en la rama de una buganvilia que estaba por ahí. Las horas pasaron y aquella familia había terminado de velar por su difunto. Uno de los enterradores notó que me encontraba lastimado, y al igual que el abuelito, me brindó un poco de ayuda, trayéndome un poco de miel de la oficina de administración y llevándome a la rama de un viejo árbol cortado. No me apetecía recorrer las tumbas ni las flores estando tan moreteado, me quedé ahí mismo, donde el enterrador me dejó, para descansar ante tal locura en la que me involucré, esperando el amanecer del siguiente día.

Vigilar un cementerio no es trabajo para cualquiera, hay que tener fuerza de voluntad para siquiera permanecer en este lugar el mayor tiempo posible, sin caer en la más profunda de las depresiones al contemplar los cientos de cruces y tumbas que alberga, para así mantener la paz y armonía de estos lugares sagrados y que la estadía de los vivos que vienen de visita sea la más reconfortante. Normalmente, mi turno empieza una vez que sale el sol y termina en la tarde noche, pues no me considero a mí mismo como alguien con una vida de noche.

Voy de tumba en tumba, pasando por el sagrario, los mausoleos, incluso por la bodega, asegurándome de que todo esté en su sitio, al mismo tiempo que contemplo las cruces de madera o de metal reluciente que son colocadas sobre los sepulcros a modo de amuleto para alejar las malas vibras, y los adornos florales extravagantes con su aroma tan irresistible, que es como una invitación a reposar sobre ellas para que me invada su dulzor. No me acerco demasiado a aquellos que visitan el cementerio, pues temo que mi mera presencia pueda perturbar esa paz y tranquilidad a la que se desea llegar.

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Mientras realizo mi jornada del día, miro a lo lejos cómo es que un nuevo huésped había llegado al cementerio. Una familia conformada por un padre, una madre, un abuelito, una abuelita, dos niños y otros dos hombres, entraron con un ataúd negro entre manos, y el llanto de aquella familia que cargaba en marcha fúnebre aquella caja, transmitía un aura de tristeza y melancolía absoluta. Observo a lo lejos cómo depositaban aquel ataúd en el hoyo en la tierra entre rezos y lágrimas. La madre era la que más sollozaba ante la pérdida, pues su llanto se podía escuchar por todo el cementerio. Con puño al aire le gritaba al cielo “Diosito, diosito mío, porque te llevaste a mi hijo”, mientras que el marido y los abuelitos la abrazaban para tratar de calmarla.

Era una escena muy desoladora para el alma. Surgió en mi interior una necesidad de ir hasta allá y tratar de calmar su dolor, me dirigí hacia ellos cautelosamente para no inquietarlos. Llegué hacia la madre de aquel difunto para tocar su hombro y tratar de consolarla, pero uno de los niños notó mi presencia y gritó “¡Un abejorro, tienes un abejorro negro en tu hombro!”

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En ese instante, aquella melancolía se transformó en gritos de horror, como si hubiesen visto alguna clase de fantasma o espectro. Los padres gritaban, al igual que los niños, quienes tomaron unas ramas del suelo e intentaron pegarme. Esquivé los ramazos lo más que pude, pero uno de esos logró darme con tremenda fuerza tumbándome al piso. Estando en el suelo, lastimado y moribundo, el abuelo intervino de inmediato para socorrerme, al igual que la abuelita, quienes regañaban a los niños por tal salvajada. “A los abejorros no se les pega, ayudan a las flores de los difuntos, y si le pegan a uno, otros llegarán en su rescate y los van a picar”, sabía que tal cosa no era cierta del todo, pero aquel anciano lo dijo para salvarme, me tomó entre sus manos y me puso en la rama de una buganvilia que estaba por ahí. Las horas pasaron y aquella familia había terminado de velar por su difunto. Uno de los enterradores notó que me encontraba lastimado, y al igual que el abuelito, me brindó un poco de ayuda, trayéndome un poco de miel de la oficina de administración y llevándome a la rama de un viejo árbol cortado. No me apetecía recorrer las tumbas ni las flores estando tan moreteado, me quedé ahí mismo, donde el enterrador me dejó, para descansar ante tal locura en la que me involucré, esperando el amanecer del siguiente día.

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