¡Pepe el Toro es inocente!
La frase es exultante y desgarradora. El “Ledo” grita asomando la maceta desde un ventanuco de la bartolina del viejo “Palacio negro de Lecumberri” en la que junto con otros dos presos encerró a Pepe el Toro para golpearlo, y lo hace inmisericorde, pero al final de la batalla salió golpeado y tuerto: Tenía que decir la verdad; decírsela a todos: ¡Pepe el Toro es inocente!
No podía ser de otra manera; como corresponde a un buen hombre de trabajo, humilde y cantarín… (‘Turururuuuuu… yo tengo tentación de un beso…’); y con su playera a lo Pepe el Toro: El público se estremece en sus butacas del cine Colonia o el Politeama mientras come “chicles-chocolates-muéganos-pepitaaas…”. Es que –lágrimas en los ojos-- al final se supo-: ¡Pepe el Toro era inocente!
Es “Nosotros los pobres”, la película de 1948 dirigida por Ismael Rodríguez y en la que actuó Pedro Infante como figura estelar: El gran Pedro. Pedrito. El emblemático mexicano bueno, alegre, dicharachero, mujeriego y tomador, que cantaba lo mismo rancheras como boleros o valses y al que, por lo mismo, le querían mucho… “¡Ahí viene Pedro Infante! ¡Que cante, que cante!”. Por entonces estaba en la cresta de su éxito y del cariño popular.
¿Cómo lo consiguió? Unos dicen que porque tenía un gran carisma. Que tenía dotes innatas para la actuación y que era un cantante que hacía sentir las canciones como si cada uno de nosotros la interpretara porque sabía decir lo que uno siente y cómo lo siente: se decía entonces. Se dice ahora. ¿Quién no tiene sus “Mañanitas” en la casa para el día inolvidable?
CIEN AÑOS PIENSO EN TI…
Pedro Infante Cruz nació hace cien años en Mazatlán, Sinaloa: “Y si vivo cien años, cien años pienso en ti”, cantaba y lo cumplió, porque a cien años hoy se le recuerda como si en ningún momento hubiera dejado de estar con nosotros como parte de nuestras vidas mexicanas; siempre está aquí; ya con sus canciones o en sus películas de las que todos los mexicanos de bien somos extra y espectadores, ya llorosos o risueños: nunca indiferentes.
Quién lo hubiera pensado de aquel muchacho tímido y apocado que tenía terror a los micrófonos y que desde niño estudió música e instrumentos con su padre, don Delfino Infante García, quien era maestro de música en Sinaloa y a quien, siendo infante, su padre y su mamá, doña María del Refugio Cruz lo llevaron junto con sus hermanos para a vivir a Guamúchil, de dónde él decía que era su verdadera tierra.
Le gustaba la música, pero tenía que sobrevivir y aprendió carpintería. En su primera juventud fue carpintero y al mismo tiempo seguía su vocación por la música, como parte de una pequeña banda musical ya en Guasave.
En 1939 decidió irse a hacer la lucha a la ciudad de México. Pidió la bendición familiar para ir a intentar “algo” como les dijo. Y llegó. Y lo hizo.
Pero quienes primero lo escucharon decían que era “desafinado y apocado” y que “sufría frente a los micrófonos”. Pero él, sobre todo, necesitaba dinero: (“Necesito dinero, pero mucho dinero”), porque se acababa de casar con su primera esposa, María Luisa León, con quien pasó las de Caín en la capital del país.
Pero tenía las bases musicales y las ganas y necesidad de triunfar. Así que cantaba en donde se dejaban y en donde se podía. Era la capital del país, refugio de todos y de todo. Aquí estaba ya y no era cosa de regresar fracasado a Sinaloa.
La madurez personal y artística tenían que llegar pronto; y mientras cantaba por ahí, hizo su primera participación como extra en el cine: Era 1939 la película: “En un burro, tres baturros”. Nada. Pero era el principio. Luego hizo otra cosita por ahí y arrancó firme en 1943 con lo que fue su inicio formal en el cine: “La feria de las flores”, que estelarizaba Antonio Badú.
Y de ahí en adelante fue consolidándose como un cantante al mismo tiempo emotivo y simpático. Eran los tiempos del alemanismo en México y surgía ya una clase media con gustitos por lo externo más que por lo interno. Más hot cakes que tortas. Lo relata de forma luminosa José Emilio Pacheco en “Las batallas en el desierto”. A esa clase media con aspiraciones de opulencia no les gustaba Pedro Infante.
Lo veían corriente. Lo veían popular. Muy de consumo interno y sin chiste. “Pedro Infante les gusta a las criadas”, solían decir. Pero él se desquitaba: no sólo a través de sus canciones, como también, junto con Ismael Rodríguez, a través de sus películas de tono urbano.
Ahí está la famosísima trilogía amor-amistad-reproche-demagogia: “Nosotros los pobres”, “Ustedes los ricos”, “Pepe el Toro”… Películas en las que hay la confronta demagógica entre unos pobres que son pobres y felices, con unos ricos que lo tienen todo “pero no la felicidad”.
Ser pobre, decía el discurso ahí, es ser felices, tener amigos solidarios hasta el delito (“Mantequilla que rompe los sellos de la clausura” o el Camellito víctima de Ledo) y estar juntos siempre, aunque fuera en una vecindad en donde conviven el carpintero, la lavandera, ‘la que duerme de día’, el mariguano, la ciega, la huérfana, la “hermana perdida” y en donde todos juntos entonan su “Amorcito corazón”.
En tanto que los ricos se muerden con sus intrigas, sus traiciones, sus incapacidades, sus perversiones, sus infidelidades y la ambición interminable por tener… tener… tener: “¡Rotos fufurufos”, les espeta uno de los de Pepe el Toro.
Todo eso y más era Pedro Infante, el mismo de las comedias rancheras o urbanas; el mismo que terminaba triunfante en las lides de la vida, a pesar de los pesares; por las alegrías acumuladas o porque sabía traducir su personalidad en afecto, en cariño, en simpatía, en llanto reflejo de realidades íntimas y colectivas y en la necesidad de verlo cada semana, porque sus películas eran vistas y revistas y más que vistas siempre.
CARIÑO QUE DIOS ME HA DADO…
Trabajó con los grandes del cine mexicano. Con ellas: Blanca Estela Pavón, nuestra “Chorreada”, con María Félix, Lilia Prado, Sara Montiel, Marga López, Silvia Pinal, Rosa Quintana, Irasema Dilián, Libertad Lamarque… y más: Ellos: Jorge Negrete, Luis Aguilar, Fernando Soler, Andrés Soler, Joaquín Cordero, Abel Salazar… y tantos.
Era un buen actor. Sabía transmitir y llenar la pantalla con él mismo. Aun así, dicen que era algo envidiosín en eso de ocupar la pantalla, no permitía que le hicieran sombra y quería planos personales y tal: está bien, se cuidaba y cuidaba su carrera. Canciones que grababan otros cantantes mexicanos y le gustaban, las grababa y se hacían éxitos. Dejaba atrás a los otros.
Ver sus películas se convirtió en adicción. Escuchar sus canciones era un bálsamo vital. Pedro Infante estaba en todo, en cada minuto y milímetro de nuestras vidas mexicanas. Acaso quienes vivieron su tiempo de vida lo recuerden como el hombre sencillo y generoso; quienes lo vimos a toro pasado abrevamos en lo que nos heredó a través de nuestros padres y a través de su obra.
No hay quien deje de tener en el recuerdo una escena, un momento, un gag o un tremendo llanto inenarrable de Pedro Infante… “Cariño que Dios me ha dado para quererlo…”.
¡PEDRO INFANTE NO HA MUERTO!
“¡Pedro Infante no ha muerto!” “¡Pedro Infante no ha muerto!” Gritaba un voceador en la esquina de San Juan de Letrán y Madero. Vendía un periódico que con avidez compraban muchos. Pero en letra pequeñísima decía abajo la verdad que es verdad: “Vive en el corazón de todos los mexicanos”. No había engaño.
El 15 de abril de 1957, cuando apenas tenía 39 años, ocurrió la tragedia. Salió como copiloto en un pequeño avión en el que venía con el capitán Víctor Manuel Vidal y el mecánico Marciano Bautista. Poco después del despegue el avión se precipitó sobre una casa en Mérida, Yucatán.
La noticia conmocionó a todos y como pocas veces los mexicanos lloraron por alguien que les era propio, que les entendía y con quien se entendían; el mismo que se había consolidado como cantante y como actor; el mismo que había ganado el Oso de Plata en Berlín (post mortem) por Tizoc; el mismo que ganó el Globo de Oro.
El mismo que mandaba cartas a Eufemia, el mismo que gritaba a los cuatro vientos que “También de dolor se canta”; el que se quejaba porque nos acompañaba en nuestro dolor con “Pasaste a mi lado, con gran indiferencia, tus ojos ni siquiera voltearon hacia mí”.
Pedro Infante significa mucho para todos nosotros mexicanos tan dados al melodrama, a la tristeza y al blanco diván de tul.
Hoy ya todos parejos, los pobres, los de en medio y los ricos: “los rotos fufurufos” también cantan sus canciones y ven sus películas sin pudor alguno, acaso porque cuando Pedro Infante vivía todavía no eran rotos ni eran fufurufos.
“…Compañeros en el bien, y el mal, ni los años nos podrán pesar…”… ”Que murmuren, no me importa que murmuren…”… “¡Pepe el Toro es inocente!...”... "¡Buenos días pescaditos…!”… “¡Si ya saben cómo soy, para qué me traen!”… “¡Te cortaste las trenzas Chachita!”… “Pero quiero más a mis ojos, porque mis ojos te vieron…”
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