Joan Manuel Serrat vivió hoy lo que escribió George Eliot hace más de un siglo: “Sólo en la agonía de la despedida es cuando los amantes comprenden la profundidad de su amor”. Las lágrimas de Idalia, abogada jubilada de 75 años, son diáfanas: el amor entre el trovador y el pueblo es correspondido.
Un vendaval cálido abrazó a las 10 mil personas que acudieron al Auditorio Nacional para decir adiós al hombre que les dio voz durante tanto tiempo. Fue el primero de sus dos últimos conciertos en la Ciudad de México. Después, Serrat se entregará al dulce bostezo del silencio, porque sus sueños —ya lo dijo hace poco— están en decadencia.
Como la vida más pura, el show careció de reglas. Para algunos fue una celebración total, colmada de vino y copas de tequila. Para otros, una meditación colectiva, casi budista, salvo por un detalle: es imposible sentirse solo en la presencia de Serrat. Su música es una invitación al gregarismo más puro.
Con 78 años encima, Serrat ya no es el soñador de pelo largo que, en los sesenta, cantó al amor y a la guerra, que a fin de cuentas, para muchos, son la misma cosa. Verle con un andar más pausado, pero una cadencia más sofisticada, hace pensar en qué tan lejos ha quedado aquella bohemia hispanoamericana que fue el refugio de tantos y tantos libertarios.
Dentro de este recinto, la amenaza franquista que motivó la valentía de Serrat parece lejana. Afuera, sin embargo, los diarios son un recordatorio de que la historia no corre en línea recta. Europa, otra vez, comienza a oler a cementerio.
México también reconoce —y desde hace mucho— ese hedor a muerte. Pero el concierto de Joan Manuel, por momentos, hace olvidar la lúgubre realidad para instalarse en los recuerdos más cándidos, infantiles, como en los que Serrat recordó a su madre que "trabajaba como mula", pero le enseñó todo en aquella tierra española.
"La casa común es la tierra y cada día hay más agravios contra ella. Por más que se esfuecen en el cambio climático, se esconde una terrible realidad que está a la vuelta de ma esquina. Es triste pensar en la porquería del mundo que le dejaremos a nuestros hijos", sentencia el Nen de Poble Sec, antes de irse.
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Asume, en algún momento, una analogía: "La música y la letra es como un café con leche. Una vez que se juntan, no pueden separarse".
En la recta final de este concierto terminal, Joan Manuel Serrat opta por la charla con su público. Y decide irse a lo grande: cantar a José Alfredo Jiménez. "Con todo respeto", dice, como temeroso por meterse con el corazón de México. Y así lo hizo. Unas golondrinas, en canción, lo despidieron.
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