/ domingo 1 de abril de 2018

El comandante y el capo… Los policías que fueron “puente” entre el gobierno y los jefes del narcotráfico

La figura del “puente” entre capos de la droga y el gobierno federal servía para mantener contacto y control sobre las organizaciones criminales

La figura del “puente” entre capos de la droga y el gobierno federal servía para mantener contacto y control sobre las organizaciones criminales en el antiguo régimen. Quienes realizaron en el pasado este papel eran comandantes de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad (DFS) y de la Policía Judicial Federal (PJF). Algunos de ellos terminaron en prisión procesados por vínculos con el narco, otros murieron en ajustes de cuentas. Del borrador de las memorias inéditas de Miguel Aldana Ibarra, ex jefe de Interpol y de la Policía Judicial Federal que en algún momento de su carrera se le encomendó este rol, se extrae un pasaje desconocido hasta hoy, detrás del escándalo que surgió en 1985 tras la fuga de Rafael Caro Quintero del país.

Por Juan Veledíaz

La cita fue en el último piso del hotel Fiesta Americana, lugar de reunión de grandes eventos en la capital de Jalisco. Esa mañana de abril de 1985 Miguel Aldana Ibarra, director de Interpol México, llegó a Guadalajara con una encomienda de Sergio García Ramírez, titular en ese tiempo de la Procuraduría General de la República. Su misión era presionar a Miguel Ángel Félix Gallardo, jefe del cartel de Guadalajara, para que su socio Rafael Caro Quintero “liberara” a la joven Sara Cosío Vidaurri Martínez, sobrina del entonces secretario general de gobierno de la ciudad de México Guillermo Cosío Vidaurri.

La reunión la había pactado Roberto Checa Pavón, agente federal de absoluta confianza de Aldana, quien negoció con Juan José Esparragoza Moreno, el hombre más cercano y publirrelacionista del grupo que encabezaba Félix Gallardo.

El comandante Aldana llegó acompañado de dos de sus escoltas hasta una espaciosa suite del hotel donde ya lo esperaba Esparragoza junto a media docena de hombres armados. El jefe de la Interpol y el hombre al que apodaban “el Azul”, se saludaron con un fuerte abrazo mientras sus acompañantes lo hicieron a la distancia con un ligero movimiento de cabeza.

Esparragoza era más alto que Aldana aunque menos corpulento, tenía un aspecto pulcro, traía el corte de pelo a la navaja, el rostro perfectamente afeitado y sus manos parecían estar cuidadas con esmero. En su cara se dibujaba con facilidad una sonrisa que lo hacía parecer un hombre benevolente y apacible. Era el rostro amable del cartel.

Era el primer encuentro que tenían desde que “el Azul” le había enviado a Aldana por medio de un contacto cinco millones de pesos, tras su nombramiento al frente de la Interpol. Era un envío, decía, “como muestra de mis respetos y sin ningún compromiso”. El comandante se los había devuelto aduciendo que con él “no había ningún tipo de arreglos”.

Después de que ordenaron a sus hombres que les permitieran hablar a solas, ambos se sentaron frente a una mesa dispuesta en la habitación. Esparragoza se dirigió al recién llegado.

—Es un placer tenerlo por aquí comandante.

—También a mi me da gusto estar en esta ciudad y saludarlo Juan José. Por otra parte, he venido en viaje de trabajo, y debo regresar al DF mañana por la tarde o pasado mañana a más tardar. El señor procurador ha estado preocupado en las últimas horas. En mi oficina he recibido infinidad de rumores, por lo que necesito hablar con su jefe para saber con precisión lo que todo mundo sabe.

—Primero quiero que coma y beba algo. En el hotel tenemos un servicio de primera; se le atenderá mejor que en cualquier otro lugar, de eso me encargo yo. Y en cuanto usted lo diga, Miguel Ángel lo verá. Solo tenemos que llamarle—dijo Esparragoza.

Aldana lo urgió para que lo llamara, propuso que podrían comer mientras platicaban y exponerle el motivo de su visita. Pareció como si en el tono hubiera un aviso, al poco tiempo llamaron a la puerta y mientras un ayudante se acercó a abrirla, casi fue arrollado por la entrada impetuosa de Félix Gallardo seguido de dos de sus guardaespaldas.

Miguel Ángel Félix Gallardo tenía un porte parecido más al de hombre de negocios que al de un narcotraficante. Vestía saco de casimir, camisa a la medida, su silueta era delgada, enjuto, de trato fino y amable. No parecía que se hubiera iniciado en el negocio después de que fuera escolta del gobernador sinaloense Leopoldo Sánchez Celis (1963-1968), cuando era agente de la Policía Judicial del estado, hasta construir alianzas para formar el grupo más poderoso al iniciar los años 80 de tráfico de drogas en México.

El recién llegado tenía el ceño fruncido cuando miró a Aldana, sin darle la mano y de forma seca le dijo:

—Mucho gusto comandante, a sus órdenes.

Aldana fue cordial desde el inicio, paso por alto el tono hosco y en modo conciliador le devolvió el saludo.

—He esperado este momento para hablar con usted comandante—dijo Félix Gallardo—como sé que usted me andaba buscando, pues aquí estoy, a sus órdenes.

—Lo mandé llamar porque me dijeron que usted ordenó matarme el día que pisara Guadalajara. Aquí estoy, para lo que usted ordene—respondió Aldana.

El jefe de la Interpol recordaba que el ambiente era tenso, sus dos escoltas estaban en inferioridad numérica frente a los hombres que acompañaban a Félix Gallardo y al “Azul”. El capo del cartel de Guadalajara ordenó que todos se retiraran, quería quedarse solo con Aldana y Esparragoza. Los agentes federales miraron a su jefe quien inclinó la cabeza a manera de aprobación, entonces salieron del lugar. En la habitación solo quedaron los tres.

Félix Gallardo puso su mano sobre el hombro del jefe de la Interpol y en tono más amable y relajado preguntó:

—¿Me permites hablarte de tú, comandante?

—Desde luego que sí, Miguel Ángel—respondió. Vino entonces una aclaración sobre el supuesto precio que el cartel había puesto a la cabeza de Aldana.

—Falso. Ya hemos pagado 150 millones por tu salida, no para matarte—dijo Félix Gallardo.

Aldana respondió que no les hubiera costado nada, porque ya había decidido dejar la PGR. Entonces intervino “el Azul”.

—Le dije que él es así. Miguel Aldana es un gran policía que no deja de golpearnos, pero de frente.

En ese momento Félix Gallardo soltó un exabrupto.

—Pinches estúpidos. Les pago puntualmente y les hago favores cuando me lo piden, y se la pasan mintiéndome. Se la han pasado diciéndome que tú has prometido echarme de aquí, que me darías en la madre a la menor oportunidad y cuando menos lo esperara.

—Eso no es cierto y eso lo sabe bien Juan José—dijo Aldana—yo siempre les he pegado de frente, cuando llego a un estado y me entero que ustedes están ahí, les mando avisar para que no se sientan agredidos en su casa. De esa forma, si les gano, les gano bien, no a la mala.

—Es cierto Miguel Ángel, así trabaja el comandante Aldana—acotó “el Azul”. Aldana prosiguió.

—Y porque me porto bien con ustedes, ¿es por lo que Rafael Caro Quintero piensa que puede raptar impunemente a la sobrina de un influyente político de la ciudad de México?

Esparragoza miró alarmado a Félix Gallardo, quien no ocultó su incomodidad sobre lo que iba a hablar.

—Bueno comandante, el asunto es cierto, no es cualquier cosa. Rafael es un estúpido ¿sabes? A veces comete pendejadas sin ni siquiera darse cuenta. Pero tú dime ¿qué hacemos? Y solucionamos el problema, ¿no es cierto Juan José?

—Desde luego—dijo Esparragoza—a veces tenemos que apretar a Rafael para que frene sus desmedidos gustos por las mujeres. Ahora, que yo sepa, lo de Sara Cosío no es un secuestro, sino un entendimiento emocional de ella y Rafael, aunque don César Octavio Cosío Martínez, el padre de la chiquilla, diga lo contrario.

—Pues a mi no me interesa don César Octavio- Yo estoy aquí porque el señor procurador le preocupan este tipo de cosas. Así que Miguel Ángel, si de casualidad localizas a Rafael, dile que regrese a la chamaca, de lo contrario haré algo que no quiero hacer—comentó Aldana.

El jefe de Interpol se percató del cruce de miradas entre Félix Gallardo y “el Azul”, era notorio que no estaban de acuerdo con lo que su socio Caro Quintero venía haciendo en los últimos meses desde que en febrero se le acusó de estar detrás de la muerte del agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar. Suceso por el que se había dado a la fuga llevándose con él a la hija del entonces secretario de educación del gobierno de Jalisco.

—Tengo que regresar al Distrito Federal mañana, así pues, te ruego Miguel Ángel, que hables con Rafael—acotó Aldana.

Félix Gallardo se paró de la mesa, camino unos pasos y volteó a ver a su interlocutor.

—Tu eres un hombre comandante, y como tal te respeto. Quiero que sepas que la chamaca Cosío regresará con los suyos, antes de lo que tú te imaginas. En cuanto a que tienes que regresar pronto a la ciudad de México, de acuerdo. Pero me sentiría insultado si te negaras a comer y beber unos tragos conmigo y mi gente. Aunque últimamente hemos sido golpeados por la PGR y la DEA, y la inversión por ahora no es rentable, te ofrezco mi ayuda y te tiendo mi mano de amigo. Ahora bien, si no quieres aceptar mi ayuda allá tú, es cosa tuya—dijo Félix Gallardo.

Aldana recordó que al día siguiente mientras se “curaba” la resaca junto a sus escoltas, recibió una llamada de la ciudad de México donde le informaban que Sara Cosío estaba ya con su familia. Al poco tiempo los periódicos dieron a conocer la noticia mientras en la cúpula del cartel de Guadalajara la suerte de Caro Quintero estaba echada. Días después sería detenido en una operación coordinada por la DEA en una finca a las afueras de San José, Costa Rica, a donde se refugiaba tras la muerte de Camarena.

Meses más tarde Aldana se separó de la PGR en medio de versiones que lo vinculaban con capos de la droga. Decía que por su trabajo se granjeó demasiados enemigos al interior y fuera de la institución, como varios comandantes de la DFS que esperaban el mejor momento para pasarle factura. En marzo de 1990 fue detenido acusado de tráfico de drogas y protección a narcotraficantes. Pasó varios años en prisión, recuperó su libertad tiempo después para dedicarse a litigar y fundó la Confederación Nacional de Seguridad y Justicia de México.


La figura del “puente” entre capos de la droga y el gobierno federal servía para mantener contacto y control sobre las organizaciones criminales en el antiguo régimen. Quienes realizaron en el pasado este papel eran comandantes de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad (DFS) y de la Policía Judicial Federal (PJF). Algunos de ellos terminaron en prisión procesados por vínculos con el narco, otros murieron en ajustes de cuentas. Del borrador de las memorias inéditas de Miguel Aldana Ibarra, ex jefe de Interpol y de la Policía Judicial Federal que en algún momento de su carrera se le encomendó este rol, se extrae un pasaje desconocido hasta hoy, detrás del escándalo que surgió en 1985 tras la fuga de Rafael Caro Quintero del país.

Por Juan Veledíaz

La cita fue en el último piso del hotel Fiesta Americana, lugar de reunión de grandes eventos en la capital de Jalisco. Esa mañana de abril de 1985 Miguel Aldana Ibarra, director de Interpol México, llegó a Guadalajara con una encomienda de Sergio García Ramírez, titular en ese tiempo de la Procuraduría General de la República. Su misión era presionar a Miguel Ángel Félix Gallardo, jefe del cartel de Guadalajara, para que su socio Rafael Caro Quintero “liberara” a la joven Sara Cosío Vidaurri Martínez, sobrina del entonces secretario general de gobierno de la ciudad de México Guillermo Cosío Vidaurri.

La reunión la había pactado Roberto Checa Pavón, agente federal de absoluta confianza de Aldana, quien negoció con Juan José Esparragoza Moreno, el hombre más cercano y publirrelacionista del grupo que encabezaba Félix Gallardo.

El comandante Aldana llegó acompañado de dos de sus escoltas hasta una espaciosa suite del hotel donde ya lo esperaba Esparragoza junto a media docena de hombres armados. El jefe de la Interpol y el hombre al que apodaban “el Azul”, se saludaron con un fuerte abrazo mientras sus acompañantes lo hicieron a la distancia con un ligero movimiento de cabeza.

Esparragoza era más alto que Aldana aunque menos corpulento, tenía un aspecto pulcro, traía el corte de pelo a la navaja, el rostro perfectamente afeitado y sus manos parecían estar cuidadas con esmero. En su cara se dibujaba con facilidad una sonrisa que lo hacía parecer un hombre benevolente y apacible. Era el rostro amable del cartel.

Era el primer encuentro que tenían desde que “el Azul” le había enviado a Aldana por medio de un contacto cinco millones de pesos, tras su nombramiento al frente de la Interpol. Era un envío, decía, “como muestra de mis respetos y sin ningún compromiso”. El comandante se los había devuelto aduciendo que con él “no había ningún tipo de arreglos”.

Después de que ordenaron a sus hombres que les permitieran hablar a solas, ambos se sentaron frente a una mesa dispuesta en la habitación. Esparragoza se dirigió al recién llegado.

—Es un placer tenerlo por aquí comandante.

—También a mi me da gusto estar en esta ciudad y saludarlo Juan José. Por otra parte, he venido en viaje de trabajo, y debo regresar al DF mañana por la tarde o pasado mañana a más tardar. El señor procurador ha estado preocupado en las últimas horas. En mi oficina he recibido infinidad de rumores, por lo que necesito hablar con su jefe para saber con precisión lo que todo mundo sabe.

—Primero quiero que coma y beba algo. En el hotel tenemos un servicio de primera; se le atenderá mejor que en cualquier otro lugar, de eso me encargo yo. Y en cuanto usted lo diga, Miguel Ángel lo verá. Solo tenemos que llamarle—dijo Esparragoza.

Aldana lo urgió para que lo llamara, propuso que podrían comer mientras platicaban y exponerle el motivo de su visita. Pareció como si en el tono hubiera un aviso, al poco tiempo llamaron a la puerta y mientras un ayudante se acercó a abrirla, casi fue arrollado por la entrada impetuosa de Félix Gallardo seguido de dos de sus guardaespaldas.

Miguel Ángel Félix Gallardo tenía un porte parecido más al de hombre de negocios que al de un narcotraficante. Vestía saco de casimir, camisa a la medida, su silueta era delgada, enjuto, de trato fino y amable. No parecía que se hubiera iniciado en el negocio después de que fuera escolta del gobernador sinaloense Leopoldo Sánchez Celis (1963-1968), cuando era agente de la Policía Judicial del estado, hasta construir alianzas para formar el grupo más poderoso al iniciar los años 80 de tráfico de drogas en México.

El recién llegado tenía el ceño fruncido cuando miró a Aldana, sin darle la mano y de forma seca le dijo:

—Mucho gusto comandante, a sus órdenes.

Aldana fue cordial desde el inicio, paso por alto el tono hosco y en modo conciliador le devolvió el saludo.

—He esperado este momento para hablar con usted comandante—dijo Félix Gallardo—como sé que usted me andaba buscando, pues aquí estoy, a sus órdenes.

—Lo mandé llamar porque me dijeron que usted ordenó matarme el día que pisara Guadalajara. Aquí estoy, para lo que usted ordene—respondió Aldana.

El jefe de la Interpol recordaba que el ambiente era tenso, sus dos escoltas estaban en inferioridad numérica frente a los hombres que acompañaban a Félix Gallardo y al “Azul”. El capo del cartel de Guadalajara ordenó que todos se retiraran, quería quedarse solo con Aldana y Esparragoza. Los agentes federales miraron a su jefe quien inclinó la cabeza a manera de aprobación, entonces salieron del lugar. En la habitación solo quedaron los tres.

Félix Gallardo puso su mano sobre el hombro del jefe de la Interpol y en tono más amable y relajado preguntó:

—¿Me permites hablarte de tú, comandante?

—Desde luego que sí, Miguel Ángel—respondió. Vino entonces una aclaración sobre el supuesto precio que el cartel había puesto a la cabeza de Aldana.

—Falso. Ya hemos pagado 150 millones por tu salida, no para matarte—dijo Félix Gallardo.

Aldana respondió que no les hubiera costado nada, porque ya había decidido dejar la PGR. Entonces intervino “el Azul”.

—Le dije que él es así. Miguel Aldana es un gran policía que no deja de golpearnos, pero de frente.

En ese momento Félix Gallardo soltó un exabrupto.

—Pinches estúpidos. Les pago puntualmente y les hago favores cuando me lo piden, y se la pasan mintiéndome. Se la han pasado diciéndome que tú has prometido echarme de aquí, que me darías en la madre a la menor oportunidad y cuando menos lo esperara.

—Eso no es cierto y eso lo sabe bien Juan José—dijo Aldana—yo siempre les he pegado de frente, cuando llego a un estado y me entero que ustedes están ahí, les mando avisar para que no se sientan agredidos en su casa. De esa forma, si les gano, les gano bien, no a la mala.

—Es cierto Miguel Ángel, así trabaja el comandante Aldana—acotó “el Azul”. Aldana prosiguió.

—Y porque me porto bien con ustedes, ¿es por lo que Rafael Caro Quintero piensa que puede raptar impunemente a la sobrina de un influyente político de la ciudad de México?

Esparragoza miró alarmado a Félix Gallardo, quien no ocultó su incomodidad sobre lo que iba a hablar.

—Bueno comandante, el asunto es cierto, no es cualquier cosa. Rafael es un estúpido ¿sabes? A veces comete pendejadas sin ni siquiera darse cuenta. Pero tú dime ¿qué hacemos? Y solucionamos el problema, ¿no es cierto Juan José?

—Desde luego—dijo Esparragoza—a veces tenemos que apretar a Rafael para que frene sus desmedidos gustos por las mujeres. Ahora, que yo sepa, lo de Sara Cosío no es un secuestro, sino un entendimiento emocional de ella y Rafael, aunque don César Octavio Cosío Martínez, el padre de la chiquilla, diga lo contrario.

—Pues a mi no me interesa don César Octavio- Yo estoy aquí porque el señor procurador le preocupan este tipo de cosas. Así que Miguel Ángel, si de casualidad localizas a Rafael, dile que regrese a la chamaca, de lo contrario haré algo que no quiero hacer—comentó Aldana.

El jefe de Interpol se percató del cruce de miradas entre Félix Gallardo y “el Azul”, era notorio que no estaban de acuerdo con lo que su socio Caro Quintero venía haciendo en los últimos meses desde que en febrero se le acusó de estar detrás de la muerte del agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar. Suceso por el que se había dado a la fuga llevándose con él a la hija del entonces secretario de educación del gobierno de Jalisco.

—Tengo que regresar al Distrito Federal mañana, así pues, te ruego Miguel Ángel, que hables con Rafael—acotó Aldana.

Félix Gallardo se paró de la mesa, camino unos pasos y volteó a ver a su interlocutor.

—Tu eres un hombre comandante, y como tal te respeto. Quiero que sepas que la chamaca Cosío regresará con los suyos, antes de lo que tú te imaginas. En cuanto a que tienes que regresar pronto a la ciudad de México, de acuerdo. Pero me sentiría insultado si te negaras a comer y beber unos tragos conmigo y mi gente. Aunque últimamente hemos sido golpeados por la PGR y la DEA, y la inversión por ahora no es rentable, te ofrezco mi ayuda y te tiendo mi mano de amigo. Ahora bien, si no quieres aceptar mi ayuda allá tú, es cosa tuya—dijo Félix Gallardo.

Aldana recordó que al día siguiente mientras se “curaba” la resaca junto a sus escoltas, recibió una llamada de la ciudad de México donde le informaban que Sara Cosío estaba ya con su familia. Al poco tiempo los periódicos dieron a conocer la noticia mientras en la cúpula del cartel de Guadalajara la suerte de Caro Quintero estaba echada. Días después sería detenido en una operación coordinada por la DEA en una finca a las afueras de San José, Costa Rica, a donde se refugiaba tras la muerte de Camarena.

Meses más tarde Aldana se separó de la PGR en medio de versiones que lo vinculaban con capos de la droga. Decía que por su trabajo se granjeó demasiados enemigos al interior y fuera de la institución, como varios comandantes de la DFS que esperaban el mejor momento para pasarle factura. En marzo de 1990 fue detenido acusado de tráfico de drogas y protección a narcotraficantes. Pasó varios años en prisión, recuperó su libertad tiempo después para dedicarse a litigar y fundó la Confederación Nacional de Seguridad y Justicia de México.


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