El juicio de Joaquín El Chapo Guzmán fue un fascinante viaje a uno de los mayores y más despiadados carteles de la droga y a la vida cotidiana del capo en la clandestinidad de las sierras de Sinaloa, su estado natal, un drama con un casting impresionante: sus propios protagonistas.
La fiscalía convocó al proceso a 56 testigos, desde exsocios del Chapo a agentes del FBI, la DEA y otras agencias del gobierno, así como a funcionarios de varios países latinoamericanos.
El jurado escuchó conversaciones de El Chapo con sus socios grabadas por soplones a escondidas y otras interceptadas por el gobierno, y leyó decenas de sus mensajes de texto encriptados, así como cartas que le envió a su mano derecha desde la cárcel. También vio ladrillos de cocaína, granadas, lanzagranadas y rifles de asalto incautados o destinados al capo.
Pero, sobre todo, escuchó innumerables relatos de la vida y obra del capo contados por 14 de sus exsocios: secretarios, pilotos, un sicario, un gerente, un contador, sus mayores proveedores de cocaína en Colombia, su mayor traficante en Estados Unidos, su jefe de comunicaciones y hasta una ex amante que se escapó con él desnudo por un túnel.
Estos testigos relataron cómo el capo compraba toneladas de cocaína en Colombia a tres mil dólares el kilo y las transportaba hasta México en submarinos semisumergibles, aviones, barcos pesqueros o contenedores comerciales, a veces con escalas en Ecuador, Guatemala, Belice, República Dominicana y Honduras.
Y cómo la droga llegaba finalmente a Estados Unidos por túneles, escondida en latas de jalapeños en trenes, en camiones de gasolina o en compartimentos secretos en automóviles, y era revendida aquí en hasta por 35.000 dólares el kilo.
Todo gracias a la complicidad de corruptos funcionarios de México que recibieron millones en sobornos, incluidos hasta supuestamente expresidentes.